Sombras

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

Las tierras Zorro, hace dos meses

 

Kitsune Ryukan caminó por el patio de la pequeña aldea, con las manos firmes a la espalda. Su expresión era adusta, y nadie se atrevía a acercársele. Los campesinos y los samuráis le evitaban a todo coste, y el patio casi estaba vacío, sólo ocasionalmente alguien lo cruzaba corriendo para llegar al otro lado. Periódicamente un gemido de dolor rasgaría el aire invernal, haciendo que Ryukan pusiera una terrible mueca, e incrementase la velocidad de su caminar. Ya había hecho un visible surco a través de la nieve del patio, y no daba señal alguna de notar el frio que había hecho que su cara se volviese roja.

Tras un tiempo, una mujer vestida con un kimono verde salió de uno de los edificios más grandes que rodeaban el patio. Se limpió la frente y se envolvió aún más en su túnica, su expresión el retrato del cansancio. Caminó lentamente hacia donde Ryukan se había detenido para mirarla con odio imperturbable. “Ella descansa,” dijo la mujer. “Quizás alivie su malestar.”

“¿Quizás?” Dijo Ryukan. “En los tres días que han transcurrido desde su regreso, apenas ha dormido, apenas ha comido. Se revuelca de dolor casi constantemente, y por toda tu supuesta ayuda parece que empeora por momentos.” Agitó la cabeza, maldiciéndose. “Nunca debería haberla dejado marchar con esos dos samuráis.”

Moshi Amika sonrió con cansancio. “Comprendo vuestra ira, Ryukan-sama,” dijo. “Fue decisión de Narako ir al Campeonato de Jade. Lo hizo para ayudaros a vos y a vuestro clan. No la robéis ese honor con vuestra ira.”

Ryukan frunció el ceño a la sacerdotisa. “En cualquier caso, fue un error. El coste fue demasiado alto.”

“Ella hizo lo que sentía que debía hacer,” dijo Amika con decisión. “Los dos que la llevaron al torneo no cejaron en su esfuerzo por protegerla y ayudarla en su misión. No hay nadie al que echar la culpa por esto, mi señor.”

“Encuentro que eso me alivia poco.”

Amika asintió y miró hacia el oeste, donde se podía ver en la distancia el linde del Kitsune Mori. “¿Qué hay del bosque?”

“Nada bueno. Los ataques amainaron cuando se fue Narako, pero desde su regreso se han multiplicado por diez.” La mano del daimyo Zorro se movió inconscientemente hacia su espada. “En los últimos días he perdido diez hombres. Si no cambia algo muy pronto, el derramamiento de sangre crecerá sin parar hasta que el bosque se inunde con la sangre del Clan Zorro.”

“He avisado al Señor Naizen,” dijo Amika. “Vendrá.” No había dudas en su voz.

“Las Islas Mantis están lejos de aquí. Llegará muy tarde como para marcar la diferencia,” dijo Ryukan. “Me temo que estos serán nuestros últimos días.”

“¿Habéis pedido ayuda a alguien que esté más cerca?”

Ryukan se rió con amargura. “¿A quién debería pedir ayuda? Los Gorrión tienen muy pocos recursos que ofrecer. Los Escorpión siempre han sido nuestros enemigos, y no he tenido noticias de su nuevo Campeón Esmeralda.” Agarró con más fuerza su espada. “Los Grulla, como siempre, nos prometieron su ayuda. Y otra vez, como siempre, cuando se la pedimos, sólo nos mandaron una educada disculpa sobre que su conflicto con los Cangrejo no les permitía ocuparse de nuestro pequeño problema.” Volvió a agitar la cabeza. “No, en esto estamos muy solos.”

“No,” dijo Amika. “Ya no.”

Ryukan cerró los ojos y se los frotó. “Mi señora, de verdad te doy las gracias por tu ayuda, a pesar de mi grosería anterior. Pero tu Campeón no puede llegar a tiempo. Hay poco que se pueda hacer ahora.” Se quedó callado durante un momento. “Debo pedirte que te vayas, por tu propio bien. No deseo que se recuerde a los Zorro como aquellos que permitieron que una daimyo Mantis pereciese en sus tierras.”

“No lo entendéis,” dijo Amika. “Cuando digo que no estáis solo, no me refiero a mi y a mi yojimbo. Después de todo, muy poca diferencia haríamos en cualquier conflicto importante.”

El daimyo Zorro frunció el ceño. “Me temo que no te entiendo, mi señora.”

La sonrisa de Amika regresó, esta vez con un poco más de energía. Señaló en silencio a la colina que estaba más allá del borde norte de la aldea.

Sobre la colina, descendiendo hacia la aldea, había docenas de samuráis Tsuruchi, ondeando el estandarte del Clan Mantis.

 

 

Tsuruchi Takeba se movió por el bosque como un espectro. Sus pisadas no hacían ruido alguno. Su movimiento apenas removía el aire. Había manchado su cara con barro para que se igualase más a lo que le rodeaba. Había habido veces que otros habían reprendido a Takeba por una práctica tan asquerosa, pero varios de ellos ya estaban muertos porque no habían sido tan silenciosos, ni se habían ocultado tanto como él. La verdad es que ésa era toda la aprobación que necesitaba.

Hubo un leve indicio de movimiento a la izquierda de Takeba. No hizo ninguna obvia e inmediata respuesta, y siguió por su camino, pero sí concentró sus sentidos en esa área. Hubo un muy tenue crujido, el aplastar de una hoja bajo el pie de alguien, y entonces Takeba se giró y disparó con un movimiento fluido y perfecto.

La flecha desapareció entre el espeso follaje. Sonó un impacto, y una exhalación. Fue más de sorpresa que de dolor, lo que le preocupó a Takeba. Pero el arquero no dudó y colocó en el arco una segunda flecha y corrió por el bosque con la velocidad de un verdadero cazador.

Requirió toda la concentración de Takeba el perseguir a su presa. El sonido de sus propios pies moviéndose por entre los matorrales casi oscurecía el tenue susurro de algo moviéndose ante él. Varias veces cambió de dirección, y el arquero casi perdió su pista, pero en el último momento encontró otra vez su rastro. Una vez, y sólo una, vio a un hombre moviéndose por el bosque, pero desapareció demasiado rápido como para que Takeba pudiese disparar. El hombre era ancho de hombros, vestía una pálida túnica, y se movía con una gracia extraña para su tamaño.

Finalmente, justo cuando el joven saltaba para evitar un tronco caído, cerró los ojos y disparó. La flecha salió del arco y voló recta, atravesando hojas, ramas, y matorrales. Takeba escuchó como daba en el blanco, y luego oyó el estruendo de algo que caía al suelo. Fue un fuerte golpe. Corrió por el bosque, sorteando árboles mientras sacaba una tercera flecha. Podría ser necesaria.

El Tsuruchi atravesó una baja pared de matorrales y apareció en lo que parecía ser un pequeño claro en el bosque. Casi vomitó en el acto, hizo aspavientos y se cubrió la cara con la tela de una manga, ya que el claro estaba lleno de una espesa neblina del bosque. Takeba había visto zonas de neblina persistir en un bosque bien pasado el mediodía, pero nunca tan tarde como ahora, y nunca que apestasen tanto.

La forma que estaba en el suelo no se movía, y lentamente Takeba soltó la tensión de su arco. Cogió un palo y movió a la extraña figura sin forma, haciendo que se diese la vuelta. Se apartó, sorprendido, ya que sólo había un esqueleto envuelto en grises y viejos harapos. Una oxidada espada aún estaba en la mano de la cosa, y parecía que llevaba ahí tendida desde hacía años, si no décadas.

Excepto, por supuesto, que las plantas debajo de la cosa eran verdes y hacía muy poco que se habían doblado. Takeba sabía que llevaba ahí sólo unos momentos, y una de sus flechas hizo un estrépito entre sus costillas cuando le dio la vuelta.

Takeba se giró y se dirigió al instante hacia la aldea. Ésta no era una presa común, y algo de lo que podía esperar encargase un cazador y explorador solitario como era él. Sólo esperaba que la Dama Amika supiese cómo ocuparse de una amenaza así.

 

 

 “¡Mi señor!”

Ryukan levantó la vista del pergamino que estaba leyendo, sus ojos instantáneamente observando el horizonte, buscando algún signo de los bandidos del bosque. No encontrando ninguno, se volvió hacia la aldea y buscó de donde provenía el sonido. Un joven samurai, que claramente hacía menos de un año que había pasado su gempukku, corría a toda velocidad desde el borde sur de la aldea. “¡Mi señor!” Volvió a gritar. “¡Mi señor! ¡Barcos!”

Uno de los ayudantes de Ryukan se volvió hacia el daimyo con expresión de asombro, parpadeando varias veces. “¿Ha dicho barcos?”

“Imposible,” dijo Ryukan. “Los viejos le han debido dar sake al chico.” Salió de debajo de la carpa, donde el último envío de suministros estaba siendo preparando para su transporte. “¡Tú!” Gritó mientras se acercaba el chico. “¿Qué significa esto?”

“¡Barcos, mi señor!” Repitió el chico. “¡Docenas!”

“Eso es ridículo,” dijo Ryukan. El río que bordeaba la parte sur de la aldea era estrecho y poco profundo hasta unos treinta y cinco kilómetros más al sur de la aldea, y a un poco distancia hacia el norte desaparecía en las profundidades del Kitsune Mori. La ancha y abierta parte que estaba justo al norte de la aldea era la única que podría considerarse que daba oportunidades para practicar la vela, y por ello nadie en esa región tenía ningún tipo de barco.

“Es ridículo,” jadeó el chico, inclinándose profundamente ante Ryukan. “¡Pero es verdad! ¡Barcos se acercan desde el sur!”

Ryukan tiró el pergamino a su ayudante y empezó a correr hacia la ribera del río. Fuese lo que fuese lo que estaba pasando, le hacía sentirse incómodo. Esperaba que el chico se hubiese equivocado, porque no podía imaginarse lo que otra cosa podía significar. Pero al acercarse al río, sintió un frío asentarse sobre su espíritu. El chico estaba en lo cierto; docenas de pequeños y estrechos barcos se movían río arriba. Se movían diestramente entre rocas y troncos de árbol, progresando a una velocidad que estaba fuera de lugar ante las condiciones del río. Ryukan miró en silencioso asombro cuando el primer kobune pequeño navegó con facilidad hasta la orilla, y un hombre vestido con una pesada armadura verde dijo, “Saludos, Kitsune Ryukan.”

Ryukan se inclinó educadamente, pero fue una acción-reflejo. “Nadie ha navegado por este río desde que cambió su curso durante la Guerra de los Clanes,” dijo sencillamente.

“Sólo porque los Mantis no han necesitado hacerlo,” contestó el recién llegado. “Mis hombres necesitarán barracones, por supuesto. Hemos traído suministros suficientes para nosotros mismos, así como un excedente para tu aldea. Por vuestros problemas, naturalmente.”

“Sois vos,” dijo Ryukan. “Habéis venido.”

“Por supuesto,” dijo Yoritomo Naizen.

Poco tiempo después, los dos señores estaban sentados en la antesala de la cabaña donde Kitsune Narako yacía descansando en otra habitación. Naizen sorbió el té que Ryukan había preparado, asintiendo en agradecimiento. “Normalmente no me gusta el té, pero siempre he sentido debilidad por la mezcla Zorro,” admitió. “Muy saludable.”

“¿Cómo habéis llegado hasta aquí?” Preguntó Ryukan. “No quiero parecer impertinente, pero no puedo imaginarme cómo han podido vuestros barcos navegar tan río arriba, y mucho menos haciéndolo tan rápido.”

“Hay shugenjas entre los Yoritomo,” contestó Naizen. “Sobresalen en hacer posible lo imposible. Éste era un reto digno de sus esfuerzos.”

Ryukan agitó la cabeza. “Sorprendente.”

Naizen miró hacia la habitación donde estaba durmiendo la joven profeta. “Veo que recibiste mi regalo.”

Ryukan se inclinó. “Así es, y tenéis mi eterna gratitud por ello. Parece que finalmente la ha dado algo de paz. Ha descansado más en las dos semanas desde que llegó que en todo el tiempo desde que ella regresó del Campeonato de Jade.” Dudó un momento. “Perdonadme, mi señor, pero debo preguntaros…”

“¿Deseas saber qué es?” Naizen sonrió irónicamente. “Me hecho esa misma pregunta muchas, muchas veces. Me temo que quizás no haya respuesta. Los templos shugenja Moshi y Yoritomo lo estudiaron durante meses tras ser recuperado, y aunque pudieron determinar lo que es y lo que puede hacer, nadie puede ni imaginarse cómo puede ser creado.”

“¿Qué es?”

Naizen dejó su taza sobre al mesa. “Se llama la Vela de las Sombras,” explicó. “Fue recuperada del Templo de los Siete Truenos, en las Tierras Sombrías. Yoritomo Katoa la encontró, pero Tsuruchi Etsui la trajo de vuelta. En cuanto a que puede hacer,” su voz se calló y se encogió de hombros. “Ilumina, como hacen todas las velas. Y esconde, como hacen todas las velas.”

Ryukan miró hacia la mampara que separaba a ambos hombres de la profeta. “La da paz, eso al menos sé.”

“Esconde,” repitió Naizen. “Todas las velas, al encenderse, proyectan sombras. Las sombras de esta vela ocultan todos los intentos de prever el futuro. La adivinación, y aparentemente incluso la profecía no tienen sentido. Pero lo más importante es que todos los que están dentro de su alcance se ocultan de todos los que intentan adivinar donde están.”

Ryukan levantó bruscamente la vista. “Los ataques. Se detuvieron tras encender la vela.”

“Porque nadie que esté fuera de esa habitación puede adivinar donde está. Hay muchos que saben donde está, por supuesto, como tu gente y mis soldados que están aquí apostados. Pero incluso los Maestros Elementales no podrían adivinar donde está. La vela lo impide.”

“Increíble,” respiró Ryukan. Miró al Campeón Mantis. “¿Decís que también ilumina?”

“Aquellos que están dentro de su círculo de luz no pueden mentir,” dijo Naizen. “Una herramienta bastante útil, ¿verdad?”

“Desde luego,” dijo Ryukan. Titubeó. “El Zorro no tiene nada que os pueda pagar por esto,” dijo en voz baja.

“Eso no es verdad.”

“¿Qué es lo que deseáis?”

Naizen sonrió. “¿Por qué no entramos en la habitación de Narako?” Preguntó. “No dudo que querrás hacerme preguntas, y bajo la influencia de la vela, tienes garantizada la verdad.”

Ryukan asintió.

La luz que daba la Vela de las Sombras era tenue como mucho, y la habitación, que no tenía ventanas, estaba adornada con sombras que danzaban en las paredes. Narako dormía sobre una estera, y la cubría una gruesa manta. Solo su cara era visible, y parecía pálida y débil, pero mejor de lo que había estado en las semanas anteriores. Ryukan la miró durante largo tiempo, y luego se volvió hacia Naizen. El Campeón Mantis le miraba expectante. “Pregúntame lo que quieras,” dijo.

“Esta vela es un tesoro que no tiene precio,” dijo Ryukan. “¿Por qué nos la habéis dado?”

“Los Zorro son uno de los Clanes Menores más antiguos del Imperio,” dijo Naizen. “Nuestros clanes han podido tener sus desacuerdos, pero los lazos de hermandad son más fuertes que eso. Y, por supuesto, beneficia al Mantis tener tantos aliados en el continente como nos sea posible.”

Ryukan frunció el ceño. “¿Y a cambio qué es lo que deseáis?”

“El juramento de fidelidad de la familia Kitsune,” contestó inmediatamente Naizen. “Que el Zorro se una al Mantis.”

“No,” dijo al instante Ryukan. “Eso es inaceptable.”

“La decisión es tuya,” dijo Naizen. “En cualquier caso, la Vela de las Sombras es un regalo.”

“¿Y vos?” Dijo Ryukan. “¿Qué pasará con vos y los vuestros si declino vuestra oferta?”

“Nada,” dijo Naizen. “Nos despediremos y nos iremos amigablemente. Tú te quedarás con la vela y con el excedente de nuestros suministros como regalo. Deseo que no haya más malevolencia entre nuestros clanes, sea cual sea tu respuesta.”

Ryukan lo pensó durante un momento. “¿Qué pasará si os vais y se consume la vela?”

“No lo sé,” dijo Naizen. “Me imagino que cuando se extinga la vela aquellos que buscan a la profeta podrán volver a sentir donde está. Vendrán por ella. Me imagino que estarán… irritados.”

El Zorro agitó lentamente la cabeza. “No hay forma de sobrevivir un ataque a fondo.”

“De verdad que lo siento,” dijo Naizen. “Pero debes comprender que no puedo permitir que los recursos de mi clan se extiendan tanto, incluso en defensa de un aliado, cuando el trono está vacío y los otros clanes compiten por él.”

“Eso lo entiendo,” dijo Ryukan, las palabras surgiendo de sus labios casi sin pensarlas. La vela también le estaba afectando. “En vuestro lugar, haría algo muy parecido.” Se quedó en silencio durante un momento. “¿Qué pasará si acepto vuestra oferta?”

“Entonces no se escatimarán esfuerzos en defensa de tu gente y de sus tierras,” dijo inmediatamente Naizen. “Proporcionaré tantas tropas como sean necesarias, y si así lo deseas, bajo tu mando. Los Kitsune se convertirán en la cuarta familia del Clan Mantis. Los que mancillan el Kitsune Mori serán purgados, y se te dará mando exclusivo sobre los recursos necesarios para asegurar que es seguro para los que viven en él o cerca de él.”

“No entiendo lo que ganan los Mantis con esto,” dijo Ryukan.

“Diversidad. Legitimidad. Prestigio.” Naizen se encogió de hombros. “Hay mucho que los Kitsune pueden ofrecer y que necesitan los Mantis. No perdemos nada, y ganamos mucho. El Zorro no pierde nada, y gana mucho.”

“Nos arriesgamos a perder nuestra identidad,” dijo Ryukan. “Nos arriesgamos a perder nuestro propio ser.”

Naizen agitó la cabeza. “Sólo si lo permitís. Los Zorro no tienen por qué morir. Tu estandarte puede permanecer igual. Tu nombre permanecerá igual. Tus colores pueden seguir siendo los mismos. Todo lo que cambiará es que os convertiréis en parte de algo más grande, y tendréis el respeto y los recursos que tanto os merecéis. El bosque que tanto veneráis permanecerá seguro contra cualquier amenaza, y todo se hará en la forma en que deseéis.” Se volvió a encoger de hombros. “No veo que el Zorro pierda nada, Ryukan-san.”

“Por lo que mi gente puede morir siendo Zorro, o vivir siendo Mantis,” dijo Ryukan. “Ésa no es una elección que desee hacer.”

“¿Es tan importante el orgullo del Clan Zorro que moriréis, y dejaréis vuestro bosque para que sea consumido por un horror sin nombre que ansía vuestra destrucción?” Preguntó Naizen.

“No.”

“¿Y qué hay de ella?” Preguntó Naizen, señalando a la mujer que dormía. “Sé que significa mucho para ti. ¿Permitirás que se la lleven estos enemigos que la desean, por que los Zorro son demasiado orgullosos? ¿Es eso lo que significa ser Zorro?”

“No,” dijo Ryukan, con más fuerza. “No, maldición.”

“Muy bien,” dijo Naizen. “¿Aceptas mi oferta?”

“Sí,” susurró Ryukan. “El Zorro acepta vuestra oferta.”

 

 

La nieve caía a un ritmo constante en las primeras horas del amanecer, pero no había conseguido disuadir a las docenas de soldados Mantis que estaban reunidos en el patio de la aldea. Ryukan no recordaba haber visto nunca a tanta gente en la aldea. Calculó que había más de cien Mantis, lo que significaba que muy posiblemente sobrepasaban en número a los aldeanos Zorro. Los grupos habían empezado a dividirse en pelotones de diez. A cada pelotón le acompañaba un shugenja, algunos eran Moshi y algunos eran Yoritomo, y un guía de los Kitsune. Las caras de los guías Zorro mostraban alegría y entusiasmo, la desesperación que Ryukan había visto durante meses ya había desaparecido. Algunos habían tomado su declaración con angustia, pero en igual número lo habían aceptado como el precio de su salvación. Ahora que los Mantis estaban preparándose a llevar la lucha hasta los misteriosos oponentes que les habían asolado durante tanto tiempo, los Zorro ansiaban participar en el asalto. Precisamente eso preocupaba a Ryukan, pero parecía que había cosas mucho más importantes por las que sentir preocupación.

Asumiendo que el Kitsune Mori podía ser limpiado de aquello que los corrompía, y Narako podía al fin salir de su escondite, entonces los Zorro serían los guardianes de la Vela de las Sombras, que tenía aún varios días de uso, por lo menos. Los Zorro no tenían una historia agradable con los objetos de poder, en opinión de Ryukan, y la carga de una cosa así ya le pesaba como una piedra alrededor del cuello. Además, Naizen ya había arreglado que enviaría un gran número de armas y los materiales necesarios para fortificar varias aldeas cerca de las fronteras del Clan Zorro, y había dejado a Ryukan encargado de determinar como mejor usarlos. El Campeón Zorro no estaba acostumbrado a ocuparse de asuntos tan militares, y el tener que responder ante alguien le era totalmente nuevo. Aún no estaba seguro de cómo le parecía eso.

Al final, pensó mientras miraba como los Mantis y los Zorro se metían en los pequeños barcos y navegaban hacia el borde del bosque, no importaba. Los dados habían sido lanzados, y poco podía hacer salvo proteger a su gente.

Como siempre había hecho.

Como siempre haría.

A cualquier precio.