Surgiendo de las Cenizas


por
Shawn Carman
Editado por Fred Wan

Traducción de Mori Saiseki

En algún lugar de las montañas de las provincias del norte Fénix


            Un solitario samurai Fénix se arrodillaba, inmóvil, en medio de los bajos matorrales, la mirada fija. Era al norte hacia donde dirigía su atención, a una grieta en las montañas. Estaba creada de tal forma que era apenas visible a no ser que se la estuviese buscando, que era lo que estaba haciendo Shiba Jouta. Era estrecha, apenas lo suficientemente ancha como para que un hombre entrase dentro. Necesitaba ser más ancha, por supuesto.

Un leve roce en la manga de Jouta rompió su meditación. Miró hacia su izquierda, donde un guerrero vestido con una túnica marrón muy remendada estaba agachado junto a él. El hombre no había estado ahí un momento antes. “Este es el lugar que buscáis,” susurró.

“Quizás,” contestó Jouta. “La información de tu benefactor aún no se ha mostrado incorrecta, pero cuestiono cualquier fuente que no pueda identificar.”

“Su nombre importa poco,” contestó el ronin. “Todo lo que importa es que la información que da os puede beneficiar, y a vuestro clan también.”

Jouta miró de reojo a su camarada, enfadado. “Agradezco tu ayuda de estos últimos días, Motaro, y respeto tu habilidad con la espada, pero no cometas el error de creer que confío en ti. No se me gana tan fácilmente como a mis primos.”

El hombre encapuchado miró seriamente a Jouta. “¿Teméis que os traicione?”

“Si va a haber traición, solo será tras terminar la tarea que tenemos por delante,” dijo Jouta. “Tu señor no te hubiese enviado si no le beneficiase hacer esto.”

El hombre llamado Motaro miró tranquilamente a Jouta. Sus ojos eran lo único que se podía distinguir claramente sobre la deshilachada máscara de tela que llevaba por encima de la parte inferior de su cara. “¿No debería hacerse? ¿No lo exige el bushido?”

Jouta se volvió hacia la grieta y frunció el ceño. “Si,” dijo con severidad.

Motaro asintió, y después vaciló. Por un momento, Jouta vio verdadera sinceridad en sus ojos. “¿Pensáis que los niños aún están vivos?”

Más de una docena de niños habían desaparecido de las aldeas Fénix al sur de allí. Niños campesinos. No se le había dado mucha importancia al asunto. Después de todo, algunas veces los niños huían. Pero una de las aldeas tenía un magistrado que se había ocupado de investigar, y hacía dos semanas había sido asesinado. Eso había atraído la atención de los superiores de Jouta, y le habían enviado a investigar el asunto. “Eso espero,” dijo. “Habrá una matanza si les han hecho daño.”

“Si,” dijo Motaro, repentinamente su voz muy fría.

 

           

La grieta de la montaña era lo suficientemente ancha como para que entrase un hombre, pero muy justo. Jouta y Motaro se acercaron con cautela, temiendo ser descubiertos en cualquier momento. Pero no parecía haber ningún vigía. La sensación de alarma en la parte de atrás de la mente de Jouta crecía por momentos. Parecía que estos no eran bandidos normales, y un enemigo poco convencional era uno que no sería fácilmente predecible. Jouta puso mueca de preocupación al mover una gravilla suelta. El sonido pareció resonar sin descanso. Normalmente, el joven Fénix se consideraba un guerrero grácil, pero durante la última semana había descubierto que no sabía nada sobre la verdadera gracia. No como el fantasma que se movía tras él.

La grieta continuaba mucho más de lo que Jouta se había imaginado, y aunque no podía estar seguro, creía que les llevaba gradualmente hacía debajo de los picos que se estrechaban sobre ellos. La luz se volvió más tenue hasta que parecía que descendían hacia una noche sin luna. Acababa de decidir que se debían dar la vuelta cuando escuchó un leve ruido resonando desde las profundidades de la grieta.

Jouta se quedó inmóvil, levantando la mano para hacerle una señal a su compañero ronin. Intentó entender que era el sonido, distorsionado como estaba por su propio eco. Jouta no podía estar seguro, pero parecían voces. Como cánticos. “Este lugar,” dijo Jouta en un muy leve susurro. “Algo hay terriblemente raro en este lugar.”

Motaro asintió. Señaló hacia dentro de la grieta, y luego movió la mano ante su cara y agitó la cabeza. El significado estaba claro.

Jouta asintió y le hizo una señal al otro hombre para que esperase. Abrió la bolsa que llevaba a la cadera y con delicadeza metió la mano en ella. Hubo un tenue tintineo, y sacó una botellita de cristal, solo medio llena de líquido. Suavemente, el Fénix destapó la botella y levantó la botella de arcilla con agua que llevaba en la otra cadera. Cuidadosamente permitió que tres gotas de agua cayesen en la botella de cristal, donde le líquido empezó a cambiar de color. Para cuando Jouta había vuelto a colocar el agua en su cadera, la pequeña botella de cristal había empezado a brillar muy tenuemente. Era suficiente como para ver en la oscura grieta, aunque no iluminaba mucho más.

Motaro miró la botella con expresión de incredulidad. Miró al Fénix con los ojos relucientes.

“Ahora no,” susurró Jouta. “Debemos darnos prisa. Siento que tenemos poco tiempo.”

Los dos hombres resumieron su cauteloso avance por la grieta. No fue hasta casi una hora después de haber entrado en la oscuridad cuando llegaron a su destino. Jouta casi se delató al empezar a dar un paso en otra curva de la grieta, pero Motaro le cogió fuertemente del hombro. Por primera vez vio la pálida y casi verdosa luz que brillaba en la roca. Puso suavemente la pequeña botella en el suelo, esperando volver a encontrarla antes de que se luz se apagase completamente. Asintiendo a su compañero, cautelosamente dobló la esquina para descubrir la respuesta al misterio que llevaba buscando desde hacía semanas.

La escena ante él era como algo sacado de una pesadilla. La grieta acababa en una amplia cueva muy debajo de las montañas, con solo una delgada grieta en el techo que podría llevar al aire nocturno, mucho más arriba. La cueva estaba llena de altas y retorcidas espirales de piedra negra, quizás obsidiana, que casi parecían formar extraños y obscenos símbolos. La única luz en la cueva era pálida, con un casi imperceptible tinte verde, e irradiaba de una gran roca que estaba en el centro de la cueva. Alrededor de esta luminosa piedra estaban colocados los niños perdidos, todos atados y aparentemente dormidos. ¿Estaban drogados? ¿Muertos? Jouta no lo sabía. Solo sabía que si se había derramado su sangre, la limpiaría con la sangre de sus asesinos. Pero, a pesar de ver a los niños ene se estado, eso no era alo peor.

Hombres, o posiblemente cosas que solo parecían hombres, estaban por toda la cueva. Incluso en la tenue luz, Jouta podía ver que su piel estaba casi totalmente cubierta de gruesas y retorcidas marcas negras, similares en muchos aspectos a las rocas negras. Parecía que se movían en las sombras, aunque Jouta no estaba totalmente seguro de eso.

Motaro se movió un poco, como si se prepara para moverse. Jouta le agarró por la manga y le sujetó con fuerza. Por la forma en que se movían los cantores, era obvio que las sombras eran como su hogar. Incluso la tenue luz de sus piedras parecía hacerles daño. No, la oscuridad no era lugar donde luchar contra hombres como estos, ni siquiera para un guerrero como Motaro. Jouta volvió a meter su mano en su bolsa, sacando dos pequeñas botellas atadas juntas por una gruesa cinta de seda. Miró al ronin y se tapó los ojos con una mano. Cuando Motaro asintió, Jouta se giro y lanzó con todas sus fuerzas ambas botellas a la cueva.

Acertó. Las botellas aterrizaron a menos de cincuenta centímetros de la roca brillante y se rompieron. Los dos líquidos que contenían se mezclaron, y hubo un repentino y brillante destello cuando los elementos que había dentro se mezclaron. El cántico se paró al instante y de repente la cueva se llenó de un coro de gritos. Los hombres retrocedían como si se hubiesen quemado. Jouta vio que era su oportunidad, y atacó.

Mientras corría, el joven guerrero desenvainó sus espadas. De niño había mostrado gran aptitud con la espada, pero su iracundo y tempestuoso temperamento le había hecho enfrentarse de inmediato a sus hermanos y primos. Los Shiba eran una familia de filósofos-guerreros, dedicados a la paz allí donde fuese posible. A Jouta no le interesaban esas cosas, y por eso le habían enviado a que le adoptasen los Dragón para que aprendiese sus costumbres, esperando que las tradiciones monásticas de ese clan atemperasen su espíritu ya que los Fénix no podían. Habían tenido éxito, pero solo parcialmente. Además de una fascinación por los extraños elixires alquímicos que producía la familia Tamori del Dragón, Jouta también había vuelto de las montañas Dragón con la habilidad de dejar casi siempre a un lado su naturaleza violenta. Pero siempre surgía en las batallas, y era en momentos como este cuando Jouta la abrazaba totalmente.

Los dos primeros hombres a los que mató Jouta ni siquiera se habían empezado a recuperar de su ceguera antes de que les abriese en dos. Luchó por entre los hombres como un depredador al que le han soltado en un corral de animales. Escuchó los susurros de los extraños cuchillos de lanzamiento de Motaros cuando hacían blanco una y otra vez. En algún lugar en su interior se preguntó de donde había salido el extraño ronin, pero en su mayor parte, su mente estaba solo llena de la batalla.

“¡Hereje!” Gritó alguien. “¡Blasfemo! ¿Sabes lo que has hecho?” El hombre que estaba en el centro de la cueva saltó entre los dos hombres y atacó a Jouta sin armas. El Fénix se lanzó a un lado, pero el golpe le golpeó en el hombro, durmiendo su brazo hasta la punta de sus dedos. “¡Llevará meses volver a empezar el ritual! ¡Beberé tu alma por esto!”

Por un momento, Jouta vaciló. Había escuchado las divagaciones de muchos enemigos en los campos de batalla, pero durante un breve momento creyó que la amenaza de este hombre era genuina. Se volvió a tirar hacia un lado, evitando un segundo golpe. Increíblemente, escuchó la roca romperse donde el hombre la había golpeado. “¿Qué eres?” Preguntó.

“¡Basura indigna!” Chilló el hombre. “¡Soy Bunrakuken, Profeta de Luna Muerto! ¡A través de mi voluntad y de mi fé volverá a surgir  Onnotangu! ¡Tras su renacer se dará un festín con las almas que yo le ofrezca! ¡Almas de estúpido como tú!”

Jouta dejó que la batalla le consumiese, sus ojos muy abiertos y con mirada salvaje, su expresión de puro odio y violencia. Los dos hombres dieron vueltas alrededor de ellos mismos durante un largo momento, cada uno intentando aplastar la defensa del otro y destruirle. Jouta infligió varias heridas, ninguna de las cuales pareció notar Bunrakuken. El corrupto monje también golpeó otra vez a Jouta, pero este no dejó que el dolor le afectase. Ya lo sentiría después, si sobrevivía.

Al final, no estuvo seguro de como había vencido. El monje gritó con una ira primitiva y se lanzó hacia delante, sus manos levantadas como si fuese a aplastar el cuello del guerrero Fénix. En vez de eso, Jouta se le acercó, y golpeó arriba y abajo al mismo tiempo. Su wakizashi se clavó hasta la tsuba en el cráneo del monje, y su katana desapareció en el estómago del hombre.

Jouta se quedó inmóvil durante un momento, respirando entrecortadamente. Con un gruñido, arrancó sus espadas del cuerpo de su oponente muerto, y luego se puso en pie mientras la sangre corría por las hojas y se mezclaba con el polvo y la tierra que había en el suelo de la cueva. “Se ha acabado, Jouta,” dijo en voz baja Motaro. “Los niños aún viven.” Durante un momento, el Fénix no dijo nada, y Motaro continuo. “Encuentra tu equilibrio, Jouta. Dicen que la venganza es un pecado.”

Que extraño que no lo sintiese pecaminoso.

 

           

Nikesake, centro de la alianza Grulla-Fénix

 

La hacienda Shiba en Nikesake era extremadamente modesta, manteniendo la filosofía de la familia. Mientras que el castillo que estaba en el centro de la ciudad era inmediatamente obvio para todo el mundo, la hacienda donde los Shiba mantenían sus barracones y asuntos personales era difícil de localizar a no ser que se supiese exactamente que se estaba buscando. Era quizás este grado de anonimato lo que lo hacía uno de los lugares favoritos de Mirabu, el Campeón del Clan Fénix, para llevar sus asuntos personales.

Mirabu miró los pergaminos una última vez, y luego levantó la vista. “Los niños,” preguntó. “¿Entonces todos sobrevivieron?”

“Hai, mi señor,” contestó Jouta con una rápida reverencia. “Les estaban preparando para algún ritual. Los monjes, si es que se les puede llamar así, necesitaban vivos a sus cautivos.”

“Entonces es afortunado que intervinieses cuando lo hiciste,” dijo Miraba, asintiendo con aprobación. “¿Dónde está el ronin al que mencionan tus informes? ¿Motaro, verdad?”

Jouta agitó la cabeza. “No lo sé. Desapareció en cuanto sacamos a los niños de la cueva donde les encerraban los monjes.”

“Encuentro algo cuestionable su participación en este incidente,” observó Mirabu.

“Igual que yo, mi señor, pero no discuto el beneficio de su ayuda. Sin él, podría no haber encontrado a tiempo a los niños.”

“Entonces debemos dar gracias a las Fortunas que nos enviasen esa ayuda, fuese donde fuese que proviniese.” El Campeón frunció el ceño ante una anotación en el informe del samurai. “Explícame como tu y este Motaro llegasteis a buscar a los niños en las montañas del norte.”

“Estaba el asunto de varias desapariciones cerca de Morikage Toshi,” explicó Jouta. “Yo estaba entre los que habían enviado a investigar. Mi grupo descubrió… supongo que se podría llamar un templo, escondido en la ciudad. Era obsceno, dedicado a la adoración del Señor Luna.”

“Extraño,” observó Mirabu. “El Señor Luna cayó de los cielos hace casi cincuenta años. Habría pensado que todos los que le adoraban habrían muerto hace mucho tiempo.”

“Fuerzas sobrenaturales frecuentemente prolongan las vidas de aquellos que les sirven,” observó Jouta. “Desafortunadamente, lo hemos visto muchas veces.”

“Demasiadas,” estuvo de acuerdo Mirabu. El Campeón miró hacia otra mesa en la sala donde un montón de pergaminos le esperaban. Se volvió hacia Jouta con expresión resignada. “Entonces, ¿el templo es donde encontraste a Motaro?”

“Si,” continuó Jouta. “Estaba investigando también el asunto. Se le detuvo, pero acabó siendo verdad su afirmación de que las familias de los desaparecidos le habían pagado para que buscase respuestas. Nos contó todo lo que había descubierto, incluyendo los pergaminos que entregó para que fuesen descifrados. Luego él y yo continuamos nuestra investigación, que con el tiempo nos llevó hasta las montañas del norte.” Señaló al pergamino. “El resto está todo ahí, mi señor.”

“Bien hecho, Jouta,” dijo agradecido Mirabu. “Muy bien hecho. Desafortunadamente, me temo que los pergaminos que descubrió tu compañero ronin no han conseguido nada más que proponer más preguntas.”

“¿Qué?” Preguntó Jouta. “No lo entiendo.”

Mirabu recogió otro pergamino de su mesa y se lo ofreció al joven. “Su código fue descifrado por unos de nuestros mejores shugenja, alumnos de Asako Bairei. Contiene en su mayor parte divagaciones teológicas, pero hay bastantes referencias a ‘siniestros adversarios’ y ‘blasfemos’ que habitan en una ‘ciudad en el bosque.’ No estamos del todo seguro que significa.”

“Una ciudad en el bosque,” dijo Jouta en voz baja. “¿No creéis que hablen de la Ciudad de las Lágrimas?”

“Esperamos que no,” dijo Mirabu. “En cualquier caso, hemos enviado hombres a investigar.”

“Me gustaría unirme a ellos, mi señor,” dijo al instante Jouta.

Mirabu sonrió. “Ya han emprendido viaje a la ciudad, Jouta-san. Cuando regresen, te unirás a ellos. Sea lo que sea que encuentren, habrá más cosas que hacer en este asunto, y quiero que estés entre los que están en primera línea de este asunto.”

Jouta no pudo contener su sonrisa, pero también se inclinó profundamente. “Gracias, mi señor. Me siento muy honrado.”

 

           

En lo más profundo de los bosques Isawa

 

Había sido unas décadas atrás, durante un periodo de guerra contra una entidad malvada llamada la Oscuridad Viviente, cuando los Fénix habían realizado un ritual para llevar cinco ciudades a través de las fronteras de los reinos de los espíritus hasta el mundo de los mortales. Cada una de esas ciudades estaba alineada con uno de los elementos, y la Ciudad del Agua había entrado en el reino de los mortales en la región más profunda del inmenso bosque que había en las provincias Isawa. Desafortunadamente, los lacayos de la Oscuridad Viviente ya habían infestado la ciudad y asesinado a los honorables espíritus que allí vivían, y luego fueron a su vez matados en venganza por sus asesinatos. Por ello, la Ciudad del Agua era una tumba, un lugar de pesar y luto, y aunque los mapas del Emperador la llamaban Mizu Mura, solo era llamada la Ciudad de las Lágrimas por aquellos que la conocían. Los Maestros Elementales declararon sacrosanta la ciudad, y se la dejó en paz dentro del bosque.

Los magistrados Fénix avanzaron hacia la ciudad con reverencia, abriéndose camino a través del espeso bosque como mejor podían. En el mejor de los casos era terreno difícil. No se hablaban entre ellos; ya se habían dicho antes todo lo que había que decirse, y estaban de acuerdo en que no debían perturbar este sagrado lugar. Cada uno sabía lo que había que hacer al llegar, y habían aceptado la responsabilidad con el honor y humildad que era correcto para un guerrero del Clan Fénix.

El gunso al mando de la unidad se giro para asegurarse que sus hombres le seguían a su ritmo, y luego se volvió hacia la difuminada y antigua senda que seguían. Para su sorpresa, había un hombre en camino donde solo un momento antes no había habido nada. El hombre estaba vestido con un resplandeciente gi rojo y naranja, la vestimenta tradicional de un monje, y se inclinó profundamente ante los guerreros. “Saludos, nobles hijos de Shiba,” dijo en voz baja. “Soy Asako Makito, monje de la Ciudad de las Lágrimas. ¿Por qué habéis venido a este lugar?”

El gunso frunció el ceño. “Me habían dicho que nadie vivía en la ciudad, por orden de los Maestros Elementales.”

“Los Maestros no ordenan sobre la Hermandad, amigo mío,” contestó el monje. “¿Cuál es el propósito de vuestra visita?”

El ceño fruncido del gunso no desapareció, pero asintió respetuosamente. “Perdonadme, hermano, pero nuestras órdenes son de conducir una investigación en la ciudad. Es un asunto de gran importancia.”

Makito se inclinó. “Siento no poder permitir tal cosa, Shiba-sama. Las meditaciones de mis hermanos han continuado sin interrupción casi desde que la ciudad apareció en nuestras tierras. No podemos romper nuestras meditaciones, o nos arriesgamos a que la ciudad vuelva a caer en la tragedia.”

“No tengo más que respeto por ti y por tu orden,” contestó el gunso, “y te aseguro que nuestra interrupción será mínima. No puedo darme la vuelta. Mis órdenes son claras.”

La expresión del monje se suavizó. “Eso es lamentable.”

“Estoy de acuerdo,” dijo el gunso. “Pero lo que debe hacerse no puede ser evitado.”

“En eso, estamos totalmente de acuerdo,” dijo Makito. Puso sus dos manos contra su pecho, las palmas hacia dentro, y cerró los ojos, exhalando lentamente.

“¿Qué estás haciendo?” Preguntó con cautela el gunso.

“Asegurando la paz,” dijo el monje. Sus ojos se abrieron de repente, y echó las manos hacia afuera. El gunso solo tuvo un breve momento para ver la sangre surgiendo de la palma de la mano del hombre. Se giró para gritar a sus hombres, pero era demasiado tarde.

Fuego negro salió rugiendo de la cortada palma de la mano del hombre para bañar a los Shiba. En un instante, tanto ellos como el bosque que les rodeaba se vieron reducidos a sangre y cenizas.

 

           

La Cámara de los Maestros Elementales, bajo Kyuden Isawa

 

La cámara de piedra muy debajo de Kyuden Isawa era austera y fría, pero los hombres y mujeres que habían estado dentro de ella en los últimos mil años no necesitaban comodidades materiales. La gran mesa de piedra que allí había era muy antigua y casi indestructible, habiendo sido rota solo una vez en toda la historia y reparada poco tiempo después para impedir que algo así volviese a suceder. Ahora, como tantas veces en el pasado, los que estaban sentados alrededor de la mesa decidirían el destino de todo el clan.

“¿Entonces no hay preguntas?” Preguntó Isawa Ochiai. La diminuta Maestra del Fuego lideraba el Concilio a pesar de su relativa juventud. Su comportamiento, siempre tranquila, ocultaba el poder que tenía bajo sus órdenes. “¿Tus hombres han sido destruidos?”

“No puede haber otra respuesta, Ochiai-sama,” contestó Shiba Mirabu. El Campeón Fénix no se sentaba a la mesa, estaba de pie cerca de la entrada y se dirigía al Concilio como podría hacerlo un demandante. “No regresaron, y todos los intentos de los shugenja para determinar donde están han fracasado.”

“La Ciudad de las Lágrimas es un lugar místico, fuertemente alineada con la magia del Agua,” observó Asako Bairei. “Es posible que la propia potencia de los espíritus que hay allí ofusque todos los intentos de descubrir a los que hay allí dentro.” La tendencia del nuevo Maestro del Agua era cuestionarlo todo, aunque su simpatía y brillantez impedía algo que esta cualidad irritase a los demás.

“Deseo fervientemente poder creer eso, Bairei-sama,” contestó Mirabu. “Pero los hombres llevan más de una semana de retraso, y les elegí por su precisión y adherencia a las órdenes. Si no han regresado, es por una razón. Y con todo mi respeto, no encuentro que la idea de que la ciudad pueda esconder a los que estén dentro de ella sea nada reconfortante.”

“Debo estar de acuerdo con Mirabu-san,” dijo Isawa Nakamuro. El Maestro del Aire había cedido el liderazgo del grupo a su hermana Ochiai debido a su inminente boda con una daimyo del Clan Dragón. “Esto es un mal presagio. Ningen-san, me gustaría escuchar lo que piensas, si es que piensas algo del asunto.”

El extraño hombre llamado Shiba Ningen asintió lentamente. Como Maestro del Vacío, podía ser considerado el más poderoso de los Maestros, aunque muchos lo refutarían. “He estado viajando mucho durante los últimos meses,” dijo Ningen. “He estado revisando la correspondencia con Isawa Sezaru, y que él diga que hay una oscuridad creciendo entre nosotros me ha preocupado mucho. He hablado con muchos de la familia Agasha esperando encontrar a uno que comparta con su anterior daimyo el don de profecía, pero hasta ahora no he encontrado nada. Pero creo que la amenaza existe.”

“Quizás deberíamos llamar a Sezaru-sama para hablar del asunto,” dijo Isawa Emori. El Maestro de la Tierra era el miembro más reciente, su predecesor habiendo caído en batalla unos pocos meses antes. “Quizás juntos podamos construir algo comprensible.”

“No,” dijo de repente Mirabu. Se inclinó rápidamente. “No quería mostrar falta de respeto, honorables Maestros, pero últimamente Sezaru-sama se ha vuelto más problemático. No quiero que se involucre en este asunto, si puede evitarse.”

Ochiai levantó una ceja. “Mirabu-san, ¿quieres sugerir que el hermano del Emperador puede estar de alguna manera involucrado en esto?”

“En absoluto,” dijo con énfasis el Campeón. Miró interrogativamente a la Maestra del Fuego. “¿Sugerís, Ochiai-sama, que consideráis a Sezaru completamente fiable en su actual condición?”

Ochiai no contestó, y la sala cayó en un incómodo silencio hasta que Emori volvió a hablar. “Entonces quizás sería mejor que investigásemos este asunto personalmente. Ochiai-san, ¿te gustaría dar un romántico paseo por el bosque?”

La Maestra del Fuego frunció un poco el ceño. “Este no es el momento para bromas lascivas.” Un momentáneo brillo en sus ojos la hizo añadir, “Y creo que mi nuevo yojimbo haría el viaje mucho menos interesante de lo que te puedes imaginar.” Se volvió hacia los otros Maestros. “Bairei, ¿si la Ciudad de las Lágrimas se pudiese usar para ocultar cosas a los que no están en ella, quién de entre los Fénix podría tener un poder suficiente como para manipularlo así? ¿Quién se beneficiaría más de vivir allí dentro? ¿Quién podría ser el mayor riesgo para nosotros?”

Bairei cerró los ojos durante un momento, pensando profundamente. “Hay muy pocos con conocimientos y poder sobre el Agua para hacer una cosa así,” dijo en voz baja. “Solo puedo pensar en una que pueda tener esa habilidad, pero encuentro inverosímil y preocupante la idea de que ella tome esa senda.”

“Debemos saber, Bairei,” insistió Nakamuro.

“Muy bien,” dijo Bairei, levantándose. “Visitaré ahora mismo a Asako Kinuye.”

 

           

Muy al sur de las tierras Fénix

 

El hombre algunas veces llamado Motaro desmontó y se estiró, poniendo un gesto de dolor cuando los huesos de su espalda crujieron por llevar tanto tiempo montando. Recogió un pequeño saco de dentro de las bolsas que llevaba su caballo, desatando los nudos con mucho cuidado para evitar la aguja envenenada que estaba escondida en ellos. Una vez abierto el saco, el hombre se quitó la máscara de tela de la cara y la tiró a un lado. Del saco sacó una máscara de metal y se la puso sobre la parte inferior de su cara. Sacó algo más del saco, algo blanco, y lo metió discretamente en su obi.

“Bienvenido, amigo mío,” dijo una suave voz. Él pudo escuchar la sonrisa en su tono sin darse la vuelta. “¿Confío en que todo fue como estaba previsto?”

“Hai,” contestó. Ató otra vez la bolsa al caballo, y luego se dio la vuelta y se inclinó profundamente. “Todo es como deseabais que fuese.”

“Eres totalmente fiable,” dijo ella amablemente. “Cuéntamelo.”

“La secta está acabada,” explicó. “Jouta y yo nos infiltramos en el templo. El ritual que describisteis aún no había empezado, pero parecía que estaban preparándose para empezar. Nos enfrentamos a los cultistas. El Fénix derrotó a Bunrakuken.”

“¿Hubo sobrevivientes?” Preguntó ella.

“Quizás tres o cuatro, nada más. Los cazaré para vos si así lo deseáis.”

“Eso no será necesario,” contestó ella. “Su orden está rota. Es el precio de su fracaso.”

Él frunció el ceño. “¿Fracaso?”

“Si,” contestó ella. “Su orden cayó en la oscuridad décadas antes de que muriese el Señor Luna. Eran débiles de voluntad y estúpidos que fueron trastornados por Fu Leng y la Oscuridad Viviente. Solo ahora, décadas después, se les ocurre intentar resucitar el poder del Señor Luna. Eran una fracasados patéticos en todos los aspectos.”

Él agitó la cabeza. “¿Cómo sabéis esto?”

Shosuro Maru sonrió. “Tengo mis vías, Muhito. Es mejor que no lo sepas.”

La frente arrugada de Muhito no se relajó, pero se inclinó profundamente. “Como deseéis, mi señora.”