Tigre Roto

 

por Shawn Carman y Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

El castillo había conocido muchos nombres durante sus mil años de existencia. Kyuden Togashi. La Alta Casa de la Luz. Kyuden Hitomi. En todas sus encarnaciones, el castillo había sido el hogar de las misteriosas órdenes tatuadas del Clan Dragón, los más enigmáticos de todos los servidores del Emperador. Aunque las órdenes Hitomi y Hoshi habían sido fundadas en el último siglo, los Togashi habían vivido allí desde los primeros días de Rokugan. Por ello era irónico que aunque los Hitomi eran conocidos por ser unos brutales guerreros y los Hoshi eran conocidos como iluminados maestros, los Togashi permanecían siendo la menos comprendida de las Tres Órdenes. Su señor era Togashi Satsu, el Campeón del Dragón, y apropiadamente, él era el más misterioso de todos ellos. Este era su hogar.

            El interior del castillo era un oscuro laberinto de salas interconectadas, que parecían haber sido dispuestas aleatoriamente. Algunas eran altares, algunas habitaciones para meditar, y muchas no tenían una aparente función. Era en una sala así, que estaba vacía excepto por una alfombra tejida simplemente y sobre la que había un servicio de te y una serie de velas, donde el Campeón Dragón y su dama estaban sentados el uno frente al otro, meditando. El viejo monje, Hoshi Wayan, estaba arrodillado cerca. En algún lugar de entre las sombras, una puerta se abrió, permitiendo que la luz llenase la sala. Hubo una pausa, luego una torpe disculpa de una agachada figura que llenaba la puerta.

            “Bienvenido, Kaelung,” dijo Togashi Satsu sin abrir los ojos. “Por favor, únete a nosotros.”

            Hubo otro tenso momento de silencio. Finalmente, la puerta se cerró y Kaelung se sentó ante ellos en posición de loto, al principio respirando rápidamente pero pronto se adaptó al lento, pausado, familiar ritmo de la respiración meditativa. Se inclinó ante Satsu, sintiéndose algo estúpido al hacerlo mientras estaban cerrados los ojos del señor del Dragón.

            “Es un placer tenerte otra vez entre nosotros,” dijo Satsu, devolviéndole la reverencia. “Esta es mi esposa, Misuko. Ya conoces a Wayan.”

            Kaelung la estudió cuidadosamente. La esposa del Campeón Dragón era pequeña, diminuta, con lustroso pelo negro y sus delicados rasgos mostraban una sonrisa. Ella era del tipo de belleza que sería más normal ver en las cortes Grulla o Escorpión, pero estaba totalmente serena y tranquila aquí en el palacio del Dragón.

            “Bienvenido, Kaelung,” dijo Wayan, mirando a Kaelung con una expresión ilegible.

            “Saludos, Wayan,” dijo secamente Kaelung. “Os doy las gracias por aceptar verme, Satsu-sama.” Miró pensativamente a Wayan y a Misuko. “Aunque para ser sincero esperaba veros en privado.”

            “Lo que tengas que decir concierne también a Misuko y a Wayan,” dijo simplemente Satsu. “Mi esposa antes fue de la Orden de Hoshi, la orden que tú abandonaste. Tienen derecho a escuchar el relato que vas a contar.”

            Kaelung frunció el ceño pero no lo discutió. “Como deseéis, mi señor.” Respiró hondo.

            “Has venido a causa de Hitomi Kobai,” dijo Satsu. “Has venido buscando el perdón por los Mirumoto a los que mataste.”

            El ceño de Kaelung se arrugó. “Me sorprende que Kenzo os haya dicho todo eso,” dijo.

            Los ojos de Satsu se abrieron. Relucían de con un lustroso color dorado, brillante. “Kenzo no me dijo nada,” contestó. “Bajo mis órdenes dejó la Alta Casa de la Luz y se dirigió directamente hacia Otosan Uchi tan pronto como la Espada de la Vergüenza que encontró estaba en manos fiables. Sé porque estás aquí porque veo lo que es obvio. Pero siempre hay algo más, ¿verdad?”

            “Hai, mi señor,” contestó Kaelung. “No espero el perdón. Temo que para lo que he hecho no hay perdón. Cuando hace unos años el Clan Dragón no consiguió llevar ante la justicia a Kokujin, yo me fui y busqué a aquellos que creía que me podían ayudar, una orden fundada con el objetivo de reconstruir todo el Orden Celestial.”

            “Los Kolat,” dijo Satsu. “He oído hablar de ellos.”

            Kaelung miró a Satsu algo sorprendido. “La mayoría cree que los Kolat fueron destruidos, si es que saben que existieron.”

            “Los secretos no mueren tan fácilmente,” contestó Satsu. “Mi abuelo consideraba a los Kolat como unos de los enemigos más mortíferos del Imperio, así como unos de sus aliados más fuertes.”

            “Es extraño que Yokuni los considerase unos aliados,” contestó Kaelung. “Su destrucción hubiese sido uno de los objetivos de los Kolat.”

            “Que los mortales conspiren contra los dioses,” dijo Wayan. “Se olvidan que los dioses también tienen planes para los mortales.”

            “En cuanto a tu perdón…” Satsu sonrió un poco. “¿Qué es el perdón? Una ilusión. Algunos insisten que uno debe ser digno del perdón, pero si se es digno, ¿qué necesidad hay de perdonar? ¿Eres digno, Kaelung?”

            “No,” contestó inmediatamente. “No, no lo soy.”

            “Una digna respuesta,” contestó Misuko. Se rió un poco pero no había burla en ella. Kaelung tenía la sensación de que la esposa de reía del propio mundo.

            “Cuéntanos la senda que te trajo hasta aquí, Kaelung,” dijo al fin Satsu. “Esa es la única forma de saber a donde llevará el futuro.”

            Kaelung respire hondo, y empezó.

 

 

La Llanura del Corazón del Dragón, hace ocho años

 

Kaelung se detuvo y se arrodilló para examinar el camino. Ahí estaban las marcas, aunque no eran frescas. El que buscaba había pasado por aquí hacía dos días, sin duda se dirigía hacia el siguiente poblado. Kaelung se puso en pie y miró el camino como zigzagueaba por la llanura y desaparecía hacia el sur. No había tráfico por aquí, por lo que encontrar el camino había sido una sorpresa. Posiblemente lo habían hecho los animales que pastaban mientras se movían por la llanura. Distraídamente sacó una botella de su túnica y dio un largo sorbo de agua. Llevaba tras la pista desde el amanecer, y probablemente seguiría hasta bien entrada la noche. En otras circunstancias, el esfuerzo podría cansarle. Pero cuando perseguía a alguien, la fatiga podía esperar hasta que su presa fuese derrotada.

            La parte más remota de la Llanura del Corazón del Dragón era el hogar de un castillo en ruinas que una vez se había llamado Shiro Chuda. Una vez, un próspero poblado lo había rodeado, pero ahora solo quedaban los restos de piedra fría del castillo para marcar donde había vivido una vez el Clan Serpiente. Los Serpiente habían sido destruidos hacía mucho tiempo por el Clan Fénix por sus prácticas siniestras. El lugar estaba maldito, creía casi todo el mundo, y generalmente era evitado. Pero eso no quería decir que nada iba a ese lugar.

            Hacía unas semanas, un estúpido trío de Fénix se habían saltado la reciente guerra para buscar conocimientos perdidos en las ruinas Chuda. Los estúpidos habían despertado una raza especial de oni que dormía bajo las ruinas. Kaelung se encontró al trío muertos en la llanura, sus humeantes cuerpos fácilmente despreciados como un producto de una guerra mal vista. Las tres criaturas que habían despertado ahora andaban sueltos, uno por cada alma que habían tomado. Asolaron durante semanas los poblados cercanos. Kaelung les había estado cazando, uno a uno, hasta que ahora solo quedaba uno.

            Solo, tan lejos de los ocultos santuarios de la Secta Jade, Kaelung se había visto forzado a hacer lo que fuese para sobrevivir. Al principio, cazaba y buscaba forraje. Ahora, afortunadamente, eso ya no era necesario. Marcando el rastro del oni en su mente, se dirigió hacia el camino principal. Los granjeros locales usaban este camino para dar arroz al magistrado que había más al norte. Justo al llegar al camino, vio al grupo habitual de campesinos coronar la colina. La cara del monje mostró una amplia sonrisa y alzó una mano en forma de saludo.

            El viejo que les lideraba levantó la vista de su hatillo y se detuvo durante un momento, luego levantó la mano y le saludó también.

            “¡Konnichiwa, Kyobei!” Dijo el sohei. “¿Cómo estás, amigo?”

            “¡Kaelung!” Contestó el campesino. “¡Estoy bien! Inari nos ha bendecido esta temporada, alabemos a las Fortunas.”

            El monje se inclinó al llegar hasta él los campesinos, sonriendo y saludando a cada uno por su nombre antes de volver a prestar atención al líder. “¿Cómo está tu hija, Kyobei?” Preguntó en un tono más serio. “¿Se ha recuperado?”

            “Si,” dijo el hombre con una mirada de alivio. “Aún no ha vuelto del campo, pero ha vuelto a ayudar con las tareas de casa. Las cataplasmas de hierbas que nos dejasteis la ayudó a recuperarse de sus peores heridas. Nosotros…” la voz del hombre se volvió suave, sojuzgada. “No os lo podremos agradecer lo suficiente, Kaelung-sama.”

            “Tonterías.” Kaelung pasó del comentario. “Tú y tus amigos me habéis sido de una gran ayuda.” Sacó un pequeño saco vacío de su bolsa de viaje. “¿Puedo?”

            “Si, por supuesto.” Los campesinos dejaron sus hatillos y Kaelung se dirigió a cada uno de ellos, cogiendo un puñado o dos para que no se echasen en falta. Una vez que terminó de coger de cada hatillo, su bolsa volvió a estar llena. Mientras ataba su bolsa, notó que los granjeros le miraban fijamente. Reconoció temor y vergüenza en sus ojos.

            Se volvió hacia Kyobei con un gruñido. “¿Por qué?” Preguntó.

            “Lo siento, Kaelung,” susurró el granjero. “No tuvimos elección.”

            Kaelung soltó la bolsa de arroz y se volvió, cogiendo su hacha, justo cuando unos cascos de caballo resonaron por la curva del camino. Tres samuráis galoparon hacia él, Mirumoto por sus anagramas y colores. Los granjeros huyeron y se lanzaron hacia la zanja que había junto al camino, aterrorizados, abandonando sus carros. Solo permaneció Kyobei, aunque cayó de rodillas ante los samuráis.

            “¡Hoshi Kaelung!” Gritó su líder. “¡Por la autoridad del Campeón Esmeralda, estás arrestado! ¿Vendrás de buena gana?”

            Kaelung puso una mueca despectiva cuando los hombres desmontaron y fueron a rodearle. “No soy un Hoshi,” dijo. “¿Y qué crímenes he cometido?”

            “Robar los impuestos del Emperador, por ejemplo,” dijo el líder de los samuráis, señalando hacia los hatillos.

            “La guerra os debe estar yendo mal si son necesarios tres hombres para defender unos cuantos puñados de arroz,” dijo Kaelung.

            Los samuráis pasaron de la puya de Kaelung. “También estás arrestado por el asesinato de Mirumoto Masazumi.”

            “No le conozco,” gruñó Kaelung.

            “Tus mentiras no te salvarán, asesino,” dijo el líder de los samuráis mientras desenvainaba sus espadas. “Basta de hablar. Ríndete a nosotros, o tomaremos tu resistencia como una admisión de culpa y entregaremos tu cabeza al Señor Uso.”

            Kaelung pensó en la bestia que estaba cazando, yendo cada vez más hacia el sur. “No tengo tiempo para esta locura,” soltó. Su tatuaje de un ciempiés se movió enroscándose alrededor de su cuello. Sintió una subida de velocidad correr por sus miembros. Se habría ido antes de que los samuráis dieran el primer golpe.

            “¡No, mi señor, por favor!” Gritó Kyobei, poniéndose entre Kaelung y el Mirumoto. “¡Kaelung es un hombre honorable! ¡Nos salvo de unos demonios! ¡Nos enseñó a luchar contra ellos!”

            El Mirumoto se burló del campesino y levantó sus espadas, y Kaelung vio la muerte del campesino en sus ojos. El puño de Kaelung se estrelló contra la cara del samurai, rompiendo su mempo en una explosión de sangre y tirándole de espaldas contra el suelo, muerto. Los otros dos Mirumoto desenvainaron rápidamente sus espadas y atacaron mientras Kyobei huía velozmente. El primero dio un hábil golpe con su wakizashi, forzando a Kaelung a agarrarle por la muñeca. Le siguió su katana, cortando el aire con una fuerza letal. Kaelung cayó hacia atrás, dando una patada al codo del hombre con todas sus fuerzas. Hubo un crujido de huesos y un grito de dolor mientras sus espadas caían de sus manos. Kaelung se giró mientras caía, lanzando al samurai, roto de dolor, contra su compañero, que estaba atacando.

            El último Mirumoto tropezó, retirándose justo a tiempo para no empalar a su amigo. Luego Kaelung estaba sobre él, atacando con su hacha. Un único y salvaje golpe, y el hombre cayó inerte sobre el camino. Kaelung estaba en el centro del camino, sangre goteando de su hacha, jadeando. El samurai sobreviviente estaba arrodillado en la zanja, sujetándose su destrozado brazo, mirando con ira a Kaelung.

            “Campesinos, ¿traicionaríais a vuestro señor para defender a un asesino?” Siseó el samurai. “¡Todos compartiréis su castigo por esto!”

            Kaelung miró al hombre con una mezcla de ira y tristeza. Fuese lo que fuese que hubiese pasado en Nanashi Mura, solo había una forma de hacer ahora que Kyobei y su poblado no compartiesen su castigo. Su hacha bajó por última vez, y el último Mirumoto cayó muerto junto a los otros.

            “Kaelung-sama, ¿qué habéis hecho?” Preguntó Kyobei con aterrorizada voz. “¿Es verdad lo que han dicho?”

            Kaelung miró al granjero frunciendo el ceño. “Si lo que quieres es preguntarme si soy un asesino,” contestó, “entonces la respuesta es que si, por ahora he matado a tres personas. Cuando lleguen más samuráis, y pregunten que ha pasado, decirles que huisteis durante la lucha. Decidles que no había forma de detenerme.”

            El viejo granjero miró a Kaelung sin comprenderlo, pero luego el entendimiento se reflejó en su curtida cara. “Si, Kaelung-sama,” dijo con tristeza. “Lo entiendo.”

            “Saluda a tu hija de mi parte,” contestó el sohei. “No me volverás a ver.” Entonces Kaelung desapareció del camino mientras volvía a perseguir a su presa.

 

 

La Alta Casa de la Luz, el Presente

 

“Actuaste imprudentemente, Kaelung,” dijo Satsu, aunque no había emoción alguna en su voz. Era solo una descripción de los hechos. “Los dos primeros fueron matados en el fragor de la batalla, para defender a un inocente. Pero el tercero…”

            “Creí que un mayor mal caería sobre el poblado de Kyobei si permitía que el otro samurai escapase,” dijo Kaelung.

           “Y esa siempre ha sido tu debilidad, Kaelung,” añadió Wayan. “Tienes muy poca fe en los demás. Para que ese poblado fuese castigado, Mirumoto Tesai tendría que haber informado a sus superiores. ¿Quién puede asegurar que superior no se hubiese dado cuenta de la estupidez de castigar a campesinos por las acciones de un monje renegado? ¿Quién puede decir que Tesai no se hubiese serenado una vez que se le hubiese pasado el dolor y la ira?”

            “Los Dragón no disfrutan de la violencia por la violencia, Kaelung,” dijo Satsu. “No somos vengativos. Alguien hubiese visto la verdad, y actuado para defender a esa gente. Tenías que haber tenido fe en eso.”

            “Con todos mis respetos, Satsu-sama,” dijo Kaelung, “esa no ha sido mi experiencia. Confiar en que otros hagan lo que está bien solo lleva a la desilusión y al fracaso.”

            “Tu propia historia demuestra que eso es mentira, Kaelung,” contestó Misuko. “Fíjate en ese simple granjero, Kyobei. ¿No se arriesgó para defenderte? Un campesino se enfrentó contra tres samuráis armadas en el nombre de la justicia, en el nombre de su amigo. ¿De verdad crees que nadie más de todo el Clan Dragón hubiese hecho lo mismo?”

            Kaelung inclinó su cabeza y cerró los ojos. “Vuestras palabras me avergüenzan, mi señora. Tenéis razón. He asesinado a un hombre y no me merezco la redención. Juzgarme si queréis, pero esta no es la razón por la que os cuento lo que pasó ese día. Este es solo el prólogo a la verdadera razón por la que estoy aquí.”

            “¿Si?” Dijo Satsu con repentino interés. “Entonces cuéntanos el resto.”

            “El resto empieza,” contestó Kaelung, “con un hombre al que llamo el Tigre Roto.”

 

 

Hace Varias Semanas, las Montañas del Norte

 

La puerta de la pequeña casa de te se abrió de golpe. Kaelung entró corriendo, el hacha levantada. Para su sorpresa se encontró solo a un pequeño hombre sentado ante una pequeña mesa, sorbiendo de una taza de porcelana. El resto de la habitación estaba recubierta de polvo y porquería. Esta estación de paso era una de muchas en las solitarias carreteras del Dragón, más solitaria ahora desde la Lluvia de Sangre. Esta área había sido prácticamente abandonada. Ahora solo fantasmas habitaban este lugar. Fantasmas, y este hombre.

            “Eres Mirumoto Koshiro,” dijo gruñendo Kaelung. Dejó caer pesadamente su hacha, su hoja rompiendo la baja mesa y volcando la tetera.

            Koshiro miró el hacha frunciendo un poco el ceño. “Espero que no me ofrezcas tu violencia justo ahora, Kaelung,” dijo. “Tenemos mucho de que hablar.”

            “Entonces mejor que hables deprisa porque lo que ya sé me ha enfurecido,” contestó Kaelung. “Hace ocho años fui acusado del asesinato de Mirumoto Masazumi, el magistrado de Nanashi Mura. Hace unos días recibí esto.”

            Kaelung tiró un doblado trozo de pergamino sobre la destrozada mesa. Esta amarillento por el tiempo transcurrido, pero aún era legible. Estaba cifrado pero era fácilmente legible para aquellos entrenados por los Kolat. Era una orden para que se asesinase a Mirumoto Masazumi, firmada con el símbolo de Koshiro. Al ir a coger el documento el viejo samurai, Kaelung vio el símbolo de un tigre tatuado en el dorso de su mano. Estudió el documento durante casi un minuto, sorbiendo en silencio su te.

            “No lo negaré,” dijo Koshiro con voz cansada. “Soy un agente de la Secta Tigre. Es mi deber, mi función, asegurarme de que los Kolat permanezcan ocultos, y que nuestros agentes permanezcan leales. Masazumi había hecho algunos preocupantes descubrimientos. Era necesario que fuese silenciado.”

            “¿Y qué yo cargase con la culpa?” Preguntó Kaelung.

            Koshiro se rió. “Por supuesto,” dijo. “La Secta Jade, de la que eres parte, está acostumbrada a operar independientemente. A veces esa independencia crea hábitos preocupantes. Es necesario que esos agentes reconozcan que los Kolat son sus únicos y verdaderos aliados. El Maestro Tigre pensó que quizás podrías arrepentirte de haber abandonado el Clan Dragón. Querías asegurarse de que el seguir siendo leal a los Kolat era tu única opción.”

            “¿Así es cómo los Kolat me pagan mi lealtad?” Gruñó Kaelung. “¿Forzándome a matar samuráis Dragón?”

            “¿Pagarte?” Preguntó Koshiro riendo. “El Maestro Jade te salvo la vida. La Secta Jade te dio un propósito en la vida. Los Kolat no te deben nada.”

            Kaelung se inclinó sobre Koshiro, una mano descansando sobre el mango de su hacha.

            “Soy un viejo, Kaelung,” contestó Koshiro. “Si deseas matarme, hazlo, pero evítame tus intimidaciones. No tengo paciencia para esas cosas. ¿Cómo crees que llegaste a poseer este documento?” Miró al sohei tranquilamente.

            “No sé de donde vino,” admitió Kaelung. “Uno de los granjeros locales me lo ofreció temerosamente, diciendo que había aparecido en su casa. Estaba dirigido a mí y llevaba el símbolo del Tigre. Los campesinos aún saben que deben temer esos símbolos, por lo que me lo dieron rápidamente.”

            “Yo te envié este documento, Kaelung,” dijo Koshiro. “Deseaba que conocieses la verdad.”

            “¿Por qué?” Preguntó Kaelung. “¿Qué juego es este?”

            “¿Crees que hubo una época en la que no había agentes Kolat en el Clan Dragón?” Preguntó Koshiro. “Cuando Togashi gobernaba en sus muchas apariencias, infaliblemente descubría nuestras infiltraciones. Cualquier agente Kolat era matado por él o convertido para sus propios propósitos. Al final los Maestros aprendieron que debían dejar de intentarlo. Tras la muerte de Togashi, las cosas cambiaron. Yokuni era un dios, Satsu es solo un hombre. El Templo Oculto pronto plantó sus agentes entre los Dragón, y pronto incluso la Alta Casa de la Luz no era un misterio para nosotros. O eso pensamos.” De repente, Koshiro parecía incluso más viejo de lo que era, y muy cansado.

            Kaelung se sentó frente a Koshiro, aunque siguió sujetando su hacha. “¿Qué quieres decir?” Preguntó.

            “Togashi Satsu ha aumentado su poder en los últimos años,” dijo Koshiro. “Cada día que pasa se parece más a su abuelo. Su sabiduría y sus poderes de premonición aumentan. Cuando el Maestro Tigre recibió su informe sobre los eventos de las Montañas del Crepúsculo y supo como Satsu había adoptado la forma de un verdadero dragón, se preocupó. Ha esperado durante años, pero ahora ha llegado el momento. En vez de arriesgase a enfrentarse a un nuevo Togashi, el Maestro Tigre planea asesinar a Satsu.”

            Kaelung frunció mucho el ceño. “Si creéis que yo ayudaré a los Kolat en esa aventura,” dijo, “estáis muy equivocados.”

            La expresión de Koshiro se iluminó, aunque brevemente. “Bien,” dijo. “Bien. He servido lealmente a Satsu desde hace años, le he visto crecer desde niño hasta convertirse en un hombre. Aunque he servido toda mi vida a los Kolat… Satsu es mi señor. No le puedo traicionar, Kaelung. Tal traición no me es posible.” El viejo Dragón sonrió amargamente. “Quizás el Maestro Tigre tenga razón. Quizás Satsu ha conseguido el poder para convertir a su causa a agentes leales, igual que antes lo hacía su abuelo… y yo soy el primero.”

            “¿Por qué me cuentas esto?” Preguntó Kaelung.

            “Porque Satsu no es el único que está marcado para morir, Kaelung,” dijo Koshiro, mirando significativamente a Kaelung.

            “¿Yo?” Preguntó Kaelung, y sintió un incómodo escalofrío de miedo. Pocos podían escapar durante mucho tiempo a los asesinos de la Secta Loto. “¿Por qué yo? ¿Por qué permitiría una cosa así el Maestro Jade?”

            “No lo sé,” dijo Koshiro. “Solo puedo pensar que al final la guerra del Maestro Jade contra las Tierras Sombrías es más valiosa que sus soldados. Quizás en vez de arriesgarse a perder el apoyo de Tigre, está preparado para abandonarte a tu suerte. Esa es la senda de los Kolat, Kaelung. Todos nosotros somos peones a ojos de los Maestros. Meramente, algunos sobrevivimos más que otros en el juego.” Koshiro volvió a sorber su te antes de dejar la vacía taza entre los restos de la mesa. “Tú no eres el primero, Kaelung. He vivido una larga vida al servicio de los Kolat. He enviado a muchos hombres buenos a su muerte, hombres nobles que creían en la justicia de nuestra causa. Tengo una gran cantidad de sangre en mis manos…” Miró directamente a Kaelung, y ahora había acero en sus ojos. “Pero a todos nosotros nos llega un momento en el que ya no podemos aguantar más deshonor. Ningún héroe más morirá en el nombre de un bien superior. No te dejaré morir, Kaelung. No dejaré que Satsu muera.”

            “¿Qué tengo que hacer?” Preguntó Kaelung, ahora su voz era callada y sobria.

            “Toma esto,” dijo Koshiro, cogiendo del suelo un pergamino envuelto en seda y ofreciéndoselo al sohei. “Contiene el plan de Tigre contra Satsu, así como muchos otros secretos. El Maestro Tigre pronto sabrá que yo te he dado esto. Informa rápidamente al señor Satsu. Mientras tú poseas esto el Tigre temerá enfrentarse a ti. Temerá el daño que podrías hacerle a las Diez Órdenes.”

            “¿Podría destruir a los Kolat?” Preguntó Kaelung.

            “No lo creo,” contestó Koshiro. “Te matarían, pero tú les harías mucho daño. La información que hay dentro de este libro podría retrasarles en sus planes durante décadas, si es que se difunde. Los Maestros son pacientes. Mientras no hagas nada, estarán dispuestos a llegar a un acuerdo. Mientras sepas lo que contiene este pergamino, se contentarán con evitarte. Esperarán a que mueras por causas naturales y luego seguirán con sus planes. En cuanto a Satsu, sospecho que no todos los Maestros conocen el plan del Tigre, y no todos estarían de acuerdo con el. Una vez que no consiga matar al Señor del Dragón, sin duda el Maestro Acero le impedirá actuar otra vez de esa peligrosa forma. Satsu estará a salvo, al menos durante un tiempo.”

            “Yo estaré a salvo, Satsu estará a salvo,” dijo Kaelung. “¿Y tú, Koshiro?”

            “¿Qué hay de mí?” Preguntó el viejo. “Te he dado la suficiente información Kaelung como para que seas una amenaza, pero aún sé mucho más que no te he revelado. Los Kolat aguantarán muchas cosas, pero no aguantarán los que ellos llaman un Tigre Roto. Vendrán a por mi, y sospecho que ni siquiera el Señor Satsu puede detenerlos.” Sonrió con tristeza. “Es mejor que les espere aquí, y que me conforme sabiendo que al final estuve junto a mi verdadero señor, un señor que no trata a sus servidores como peones.”

            “¿Esperarás aquí, solo, para morir?” Preguntó Kaelung, algo de enfado en su voz.

            “No,” dijo Koshiro. “No estaré solo. Un Mirumoto siempre tiene amigos a su lado.” Descansó su mano derecha sobre las dos espadas que estaban en el suelo junto a él y miró a Kaelung con una sonrisa mortífera. “Ahora vete, amigo mío. Date prisa.”

            Kaelung rápidamente metió el pergamino en su obi, cogió su hacha, y se levantó. Se detuvo en la puerta, inclinándose ante el viejo samurai por última vez, y se fue corriendo por la carretera.

 

 

La Alta Casa de la Luz, el presente

 

Kaelung puso el pergamino en el suelo entre él y Satsu, mirando al pergamino envuelto en seda con una severa expresión. “Los secretos de este libro son ahora vuestros, Señor Satsu,” dijo Kaelung. “Hay muchas cosas que contienen esas páginas que encuentro preocupantes, y siento la incomodidad que os traerá enteraros de la verdad sobre tantos leales samuráis de Rokugan, pero espero que sus secretos os protegerán a vos y a vuestra familia.”

            “Te damos las gracias, Kaelung-san,” dijo Misuko, cogiendo el pergamino.

            “Eso es todo lo que verdaderamente tengo que ofreceros,” dijo Kaelung. “Hablé a Kenzo de perdón pero no espero ninguno. Castigarme por mis crímenes tan justamente como creáis. He hecho lo que tenía que hacer.”

            “¿Y qué hay de la amenaza a la vida de nuestro señor?” Preguntó secamente Wayan. “No has mencionado los detalles de como planean matarle los Kolat.”

            “Kaelung no habla porque no es necesario,” dijo Satsu. “El peligro ya ha pasado.”

            Wayan miró de Satsu a Kaelung, confundido. Los ojos de Kaelung estaban muy abiertos, por la sorpresa. “Explícalo, por favor,” le rogó Wayan.

            “Los asesinos tienen éxito con aquellos que siguen rutinas diarias,” contestó Kaelung. “Las actividades diarias de Satsu no tienen nada de rutinarias, por lo que planeaban atacarle indirectamente. La Dama Misuko asciende cada noche la Montaña Togashi para rezar al Señor Hoshi. Un grupo de asesinos Loto había planeado secuestrarla, que les siguiese Satsu, y matarle a él también. Me encontré primero con ellos allí, les maté a todos, y me deshice de sus cuerpos en el arroyo de la montaña. ¿Cómo podríais saber que el peligro ya ha pasado, Satsu?”

            “Los Kolat creen que el poder de Satsu crece y que ya es casi igual que el de su abuelo,” contestó Misuko. “Su miedo está bien fundado. Fueron unos estúpidos por creer que podían moverse por la Montaña Togashi sin ser vistos.”

            Satsu no dijo nada, solo miró fijamente a Kaelung con su fría y dorada mirada.

            “¿Lo sabíais?” Preguntó Kaelung. “¿Sabíais que vuestra esposa estaba en peligro pero no hicisteis nada?”

            “No había necesidad de que yo actuase, Kaelung,” dijo. “El destino no puede ser apartado de su camino, aunque puede tropezar. Si yo hubiese actuado contra ellos, o lo hubiese hecho Misuko, te hubiésemos evitado tu destino.” Miró a los vendajes que había en el brazo derecho de Kaelung, los vendajes que cubrían las quemaduras donde antes había estado su tatuaje Kolat. “Una cosa es decidir hacer lo que es difícil, Kaelung. Otra cosa muy distinta es hacerla. Eres un hombre más digno de lo que te imaginas.”

            “¿Entonces hemos acabado?” Preguntó Wayan. “Kaelung ya no es bienvenido entre los Kolat. ¿Continuará errando como un monje?”

            “No lo creo,” dijo Satsu. “La muerte de Mirumoto Tesai era innecesaria. Aún debe responder por esos hechos.”

            Kaelung miró directamente a Satsu. “Decir lo que debo hacer, mi señor, y lo haré.”

            “Nos has quitado una vida,” contestó el señor del Dragón. “Nos debes otra.”

            “¿Entonces deseáis que muera?” Preguntó sin miedo Kaelung. “Que así sea.”

            “No,” contestó Satsu. “La muerte se entrega con mucha facilidad, Kaelung. Pedí una vida. Eso es mucho más difícil.”

            Los ojos de Kaelung se abrieron de par en para al darse cuenta del significado total de las palabras de Satsu. Se inclinó tan profundamente como pudo, su frente tocando el suelo. Era lo mejor, ya que el bajar su cabeza escondía las lágrimas que ahora aparecían en sus ojos. “Mi vida es vuestra, Señor Satsu, hasta la muerte y más allá,” dijo. “Esto lo juro.”

            Satsu se puso en pie y con una mano hizo un gesto a Kaelung para que se acercase. “Entonces levanta, Hoshi Kaelung, y únete una vez más a nosotros.”

 

 

El Templo Oculto

 

La puerta de la biblioteca se abrió de repente con golpe estruendoso, haciendo huir en todas direcciones a los pocos ocupantes que allí había. Un hombre entró corriendo, su cara sin rostro oscurecida por las huidizas sombras que se arrastraban por su piel.

            “¡Tigre!” Gruñó el hombre, su voz extrañamente hueca y distante.

            “No hay porque gritar, Jade,” llegó una callada respuesta. El Maestro Tigre levantó la vista de lo que estaba escribiendo en su grueso libro. Su cara, como siempre, estaba escondida tras una máscara dorada.

            “¿Qué has hecho?” Le demandó el Maestro Jade, yendo hacia el escritorio de Tigre.

            “Lo que he hecho,” dijo pacientemente el Maestro Tigre, “es quitarte de encima a un subordinado impredecible.” Incluso los ojos de Tigre eran invisibles tras la máscara, pero su tono era de burla. “Honestamente, había esperado algo mejor de tu parte, no esta mezquina ira.”

            “Kaelung era una agente valioso,” gruñó el Maestro Jade. “Tu fallido asesinato del Campeón Dragón fue estúpido y le ha hecho volverse contra nosotros.”

            “¿A si?” Le devolvió Tigre. “Aún lucha contra las Tierras Sombrías. Aún busca a Kokujin. Nada ha cambiado; nos sirve tanto ahora como antes lo hacía. En cuanto a mi ‘fallido’ asesinato, no tenía conocimiento de que necesitaba explicarte mis planes y motivaciones, pero por respeto a otro Maestro te contaré esto. La muerte de Satsu nunca fue mi objetivo, y ahora ha mostrado hasta donde llegan sus poderes. Él cree que tenemos miedo. Cree que lo que Koshiro les reveló nos puede hacer daño. No sabe mas que lo que yo deseaba que él supiese.”

            “Los maullidos que son las racionalizaciones de un hombre cuyo plan ha fracasado,” siseó Jade. “Creo que tus juegos son demasiado peligrosos, Tigre.”

            “Y yo creo que tu obsesión con las Tierras Sombrías te lleva a confiar en los demás con demasiada facilidad,” contestó Tigre. “Eso no te deja ver nuestros verdaderos objetivos.”

            “Entonces quizás haya pasado el momento de nuestros objetivos,” contestó el Maestro Jade. Su rostro sin rasgos irradiaba ira y malicia. Girando sobre sus talones, volvió a salir de la biblioteca.

            El Maestro Tigre observó la marcha del otro Maestro con silenciosa curiosidad, y luego, con silencioso propósito, siguió escribiendo en su libro.