Toque del Vacío

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

           

 

Hace Dos Meses, provincias de la familia Ichiro…

 

            El viaje del Señor Sol por el cielo estaba medio completado cuando el centinela observó por primera vez a los cuatro jinetes descendiendo por las montañas. Solía haber pocos visitantes en las tierras del Clan Tejón. Casi nunca aparecían sin avisar. ¿Podía ser esto el preludio de un ataque? El Clan Tejón tenía poco que mereciese ser tomado, pero un Clan Menor no podía arriesgarse. Ichiro Hamatsu gritó rápidamente a sus camaradas que había dentro de la torre que estaba detrás de él. Uno asintió con rapidez y corrió por el agreste terreno para avisar a Shiro Ichiro. Entonces el centinela se colocó en medio del camino, esperando a que llegasen los desconocidos.

            Un cuervo se posó sobre una roca que estaba por encima del puesto de Hamatsu. Chilló una vez, y luego se quedó en silencio, mirándole con una inquietante intensidad. Consideró tirarle una piedra para asustar a la criatura, pero no deseaba hacer nada estúpido ante unos visitantes desconocidos. Por lo que esperó.

            La primera en llegar fue una mujer. La seria expresión de Hamatsu se desvaneció por un momento al verla. Era increíble, con pálidos rasgos, suelto pelo negro, y penetrantes ojos negros. Justo detrás de ella cabalgaba un joven con el teñido pelo blanco de un Grulla. Era tan atractivo como ella era bella, aunque en su cara se asomo la impaciencia cuando Hamatsu levantó una mano para detenerles.

            “¡Deteneros!” Gritó el centinela. “Estas son las tierras de la familia Ichiro. ¿Por qué razón llegáis sin haber sido anunciados?”

            “¿Qué razón?” Preguntó una ronca voz. Apareció un tercer jinete, un fuerte hombre mayor vestido con una gruesa túnica marrón. Su brazo derecho permanecía doblado dentro de su túnica; sostenía las riendas solo con su izquierda. “¿Por qué razón emprende un hombre el viaje? Para llegar a su destino. Para ver a viejos amigos.”

            “¡Sugimoto!” Gritó el centinela. En respuesta, los demás guardias salieron corriendo de la torre para ver a los visitantes. Se arrodillaron al unísono.

            Apareció el tercer jinete, una mujer vestida con una armadura verde pálido. Miró hacia los arrodillados tejones, e inmediatamente miró a los demás para que se lo explicasen.

            “Ya te dije que aquí me conocían,” dijo riendo Sugimoto.

            “Guardián de la Tierra, siempre sois bienvenido en las tierras Tejón,” dijo Hamatsu con una sincera sonrisa. Se levantó y asintió amigablemente a cada uno de los demás viajeros. “¿Son… pueden ser ellos?”

            “Los Guardianes,” confirmó Sugimoto mientras desmontaba. “Mirumoto Masae – Guardián del Aire, Doji Jun’ai – Guardián del Agua, y Kakita Tsuken – Guardián del Fuego.” Miró fijamente al centinela durante un momento. “Ichiro Hamatsu, ¿verdad? El hijo de Motoki.”

            Los ojos de Hamatsu se abrieron de par en par. “Me honra que recordéis a un humilde guardia, Sugimoto-sama.”

            “Nos gustaría hablar con el Señor Kihongo, si es posible, Hamatsu,” contestó Sugimoto. “¿Qué nos puedes decir de como está ahora su corte? ¿Nos recibirá?”

            Hamatsu mostró asombro. “Estoy seguro de que os recibirá, pero quizás deseéis evitar involucraros en nuestra política,” dijo. “Se ha vuelto complicada.”

            La cara del hombre de pelo blanco se iluminó. “Interesante,” dijo Tsuken. “¿Por qué?”

            “Ahora mismo albergamos a representantes Grulla, Cangrejo, y la Casa Imperial de los Miya.”

            “¿Cuantos otros Cangrejo?” Preguntó Sugimoto.

            “Todos excepto unos cuantos ingenieros fueron llamados por el Señor Kuon hace unas semanas,” dijo Hamatsu. “Una pena. Nuestros primos serían unos buenos aliados contra todos estos… políticos.” Miró repentinamente a los dos Grulla. “No pretendía ofenderos.”

            “¿Por qué hay tantos embajadores aquí?” Preguntó Jun’ai, ignorando el no intencionado desliz. “¿Puedo preguntar sus nombres?”

            “Doji Koin de los Grulla, y su consejero shugenja, Hira,” contestó Hamatsu.

            “¿Asahina Hira?” Preguntó Tsuken, que parecía haber reconocido el nombre.

            “¿Y los Miya?” Preguntó Masae.

            La expresión del Tejón se oscureció. “Miya Tsurugi,” dijo.

            “¿Por qué esa seriedad, Hamatsu?” Preguntó Sugimoto. “Pensaba que los Miya eran amigos de los Clanes Menores.”

            “Este hombre no ha venido por amistad,” dijo Sugimoto. “Ha sido enviado por la Princesa Hoketuhime. Ella desea comprobar si el Emperador Toturi cometió un error por dejar que mantuviésemos el estatus de Clan Menor.” Hamatsu inclinó su cabeza. A su lado, los otros guardias se miraron entre si. “Desea saber si el nombre Ichiro debe ser borrado de las archivos Imperiales, dejándonos ronin.”

            “Entonces las tierras del Tejón no pertenecerán a nadie,” dijo Masae. “Eso al menos explica porque están aquí los Grulla.”

            Tsuken maldijo. “¡Esto es ridículo!” Soltó. “¿Qué han hecho los Tejón para merecer ser tratados así? Han soportado demasiado para simplemente dejarnos a un lado.”

            “Ser nombrado un Clan Menor es un honor sin parangón,” dijo Masae. “Si las Familias Imperiales creen que un clan no se merece ese honor, pueden importunar al Emperador para rescindir su estatus. No es un secreto que el Clan Tejón ha tenido dificultades.”

            “Sugimoto-sama,” susurró Hamatsu, desesperado. “¿Habéis vuelto a ayudarnos otra vez?”

            Los ojos de cada Tejón miraron muy cuidadosamente a los Guardianes.

            Kaiu Sugimoto sonrió. “Envía un mensajero al Señor Kihongo,” dijo. “Hazle saber que los Guardianes de Shinsei se dirigen hacia allí.”

            La cara de Hamatsu se iluminó. “¡Yo mismo entregaré el mensaje!” Los otros guardias se inclinaron profundamente y repetidamente, y luego volvieron a sus puestos.

            Sugimoto vio como el joven corría por el camino. Miró a los otros Guardianes y suspiró.

            “Regresa a tu señor,” dijo, mirando al cuervo que estaba posado cerca de él. “Dile que tardaremos un poco.”

            El cuervo graznó una vez y se elevó, desapareciendo en el cielo, hacia el sur.

            “Nuestro rumbo parece claro,” dijo Masae, subiéndose a su silla de montar. “Hemos sido enviados para asegurarnos de que no se olvide el nombre Ichiro, y para que los hijos del Clan Tejón no sean echados a las olas. Sugimoto conoce a los Tejón. ¿Qué sabemos del resto?”

            “Doji Koin es un cortesano,” ofreció Jun’ai. “Un joven diplomático con ciertas habilidades, por lo que recuerdo. Para ser enviado tan lejos de su hogar debe haber ofendido a alguien importante o cree que puede demostrar aquí su valía.”

            “¿Y el Miya?”

            Jun’ai agitó su cabeza. “No le conozco,” dijo. “De todas las Familias Imperiales, los Miya son los más conocidos. Debe ser nuevo en el puesto, y quiere ganarse una reputación.”

            “¿Por qué querría Hoketuhime destruir a los Tejón?” Preguntó Tsuken. “No hacen daño a nadie.”

            “Y no ayudan a nadie,” dijo Sugimoto con un suspiro. “Son una memoria, una sombra del fracaso. Los Otomo desean que el Emperador parezca fuerte, y para ellos sus clanes deben parecer fuertes. No hay lugar para sombras en la corte del Justo Emperador.”

            “Bah,” siseó Tsuken. “Estas tierras pertenecen al Clan Tejón. Que mi propia familia viniese aquí a alimentarse de su cadáver me asquea.”

            “¿Y qué hay de Hideo no Oni?” Preguntó Jun’ai. “¿Qué fue del demonio que destrozo estas tierras? ¿No volvió a estar activo recientemente?”

“Si,” dijo Sugimoto. “Eso fue cuando encontré el Libro de la Tierra, pero nunca encontramos al demonio.”

            “Entonces quizás por eso, y no el por Tejón, es por lo que hemos sido enviados,” dijo Jun’ai. “¿No son los demonios del Jigoku los mayores enemigos de Shinsei? Por mucho que todos nosotros simpaticemos con los Tejón, quizás no sean ellos nuestra tarea.”

            “Entonces Rosoku debería clarificar sus instrucciones,” contestó Tsuken. “Si los Ichiro necesitan mi ayuda, yo, al menos, les ayudaré. ¿Qué decís vosotros?”

            “Estoy de acuerdo,” dijo Sugimoto.

            El resto de los Guardianes montaron y continuaron por el rocoso camino hacia Shiro Ichiro.

           

           

           

            Shiro Ichiro era un lugar caótico. Grandes partes del castillo estaban en ruinas; otras secciones estaban en un estado de construcción indefinida, cubiertos por andamios y rodeados por montones de materiales de construcción. El interior solo estaba un poco más ordenado. El castillo sufría constantes reparaciones, y era obvio que las prioridades de los Tejón daban preferencia a la seguridad sobre el confort.

            Sugimoto miró distraídamente a su alrededor, deteniéndose ocasionalmente para pasar una mano sobre los soportes de piedra y madera, comprobando su estabilidad. Pero no se demoró mucho, ya que los Guardianes fueron llevados por un ancho pasillo hasta una gran sala. Numerosas mesas estaban cubiertas por dibujos de edificios y mapas del área que les rodeaba. Dos hombres mayores estaban discutiendo algo sobre uno de los mapas, flanqueados por un fornido soldado Ichiro y un gran ingeniero Kaiu. La discusión terminó cuando entraron los Guardianes, y el Ichiro más vejo sonrió cansadamente al grupo. Hizo un gesto al soldado y al ingeniero para que se fuesen, dándoles las gracias con una rápida reverencia. Ambos devolvieron el gesto y se fueron.

            “Agradecemos tu regreso, Sugimoto-san,” dijo el viejo Tejón, “y nos honra albergar también a los demás Guardianes.”

            “Gracias, Kihongo-sama,” contestó Sugimoto. “Me gusta volver a estar en las montañas.” Se volvió a sus compañeros. “Estos son mis amigos, Mirumoto Masae, Kakita Tsuken, y Doji Jun’ai.”

            El viejo sonrió educadamente a cada uno de ellos, aunque su mirada parecía forzada cuando miró a Jun’ai y a Tsuken. “Soy Kihongo, señor del Clan Tejón,” dijo. “Este es mi consejero, Jinzaburo. Debo confesar que estoy en desventaja, Guardianes. No esperaba la llegada de visitantes de tanto prestigio. Si os puedo servir en algo, simplemente pedirlo.”

            “Somos nosotros los que hemos venido a servirte,” dijo Jun’ai con voz aterciopelada. “No nos veas como Cangrejo o Grulla o Dragón. Hemos venido a ofrecer nuestros consejos, y a buscar la sabiduría.”

            Kihongo miró a Jun’ai durante un largo momento, y luego rompió a reír. Incluso Jinzaburo miró sorprendido a su daimyo, algo avergonzado.

            “¿Dije algo gracioso?” Preguntó secamente Jun’ai.

            Cuando, por fin, el viejo recobró su compostura, su cara mostraba una mueca. “Perdonadme, Guardiana del Agua,” dijo. “Agradezco vuestra oferta de ayuda. No es mi intención mostrar una falta de respeto, pero poneros en mi lugar. Los problemas de mi clan son tan grandes que Shinsei envía aquí a sus Guardianes para ponerles a prueba, no una vez, si no dos. ¿Será este el futuro de mi clan? ¿Se convertirá mi territorio en un lugar adonde viajarán los samuráis para buscar la gloria abrumando nuestra vergüenza incluso cuando los Grandes Clanes planean parcelar nuestras tierras?”

            “Mi señor,” le avisó Jinzaburo. “No es correcto hablar así en presencia de samuráis de los Grandes Clanes.”

            “Entonces tengo la suerte de que dentro de poco ya no seremos un clan, ¿verdad?” Dijo Kihongo con un profundo suspiro.

            “Si insultas a todos tus aliados así, entonces el estado actual del Tejón está más claro,” dijo Tsuken.

            “Tsuken, por favor,” dijo Jun’ai, poniendo una mano sobre su hombro.

            El Guardián del Fuego miró a Jun’ai. Su gesto de enfado se difuminó un poco. “Kihongo-sama, necesitamos saber más,” dijo Tsuken. “El Tejón es el Clan Menor más antiguo. ¿Qué ha ocurrido que causa que los Otomo busquen quitaros el nombre? Quizás si supiese más sobre vuestros problemas…”

            “¿Problemas?” Preguntó Kihongo. “Problema no es la palabra.” El viejo se frotó con una mano su cara, encogiéndose visiblemente. “Yo me convertí en el Campeón del Clan Tejón solo después de que un demonio apareciese en nuestras tierras y asesinase a siete de cada diez Ichiro. Fui elegido solo porque mi sensei, el gran Ichiro Tashime, rehusó aceptar el puesto. Juré que los Tejón no morirían, y ahora me arrepiento de mi arrogancia. Un samurai puede encontrar la gloria en la muerte. No hay gloria alguna en la existencia que ahora tenemos, solo vergüenza.”

            “Elegisteis seguir luchando en vez de aceptar la derrota,” dijo Masae. “No hay vergüenza en eso.”

            “¿No la hay?” Preguntó Kihongo. “Esta es solo una de nuestras fortalezas, y es la mejor de todas. Y es una ruina. No tenemos los recursos para repara nuestros castillos. No tenemos los recursos para construir una embajada en Toshi Ranbo. Apenas podemos pagar nuestros impuestos anuales.” El daimyo se volvió a reír. Era un sonido oscuro, desesperado. “Hideo no Oni destrozó gran parte de nuestras tierras fértiles, derrumbó nuestras minas. Gran parte de Rokugan ni siquiera se da cuenta de que mi clan aún existe. Ven a mi gente trabajar como mercenarios y vigilantes de caravanas y asumen que somos ronin.” Kihongo cerró sus ojos. “Quizás la única diferencia entre un Tejón y un ronin es que un Tejón es lo suficientemente arrogante como para creer que él es importante. Somos samuráis demasiado pobres como para servir a nuestro Emperador, forzados a aguantar y a trabajar para reunir el oro que necesitamos para sobrevivir. Que destino tan patético para un samurai. Me hubiese retirado hace mucho tiempo, excepto que no quiero dejarle a mi nieto la carga del fracaso.” Agitó la cabeza. “Los Tejón disminuirán y morirán como cobardes. La muerte de los débiles. De todos los Clanes Menores que han muerto o desaparecido… solo la muerte de los Tejón será la de los cobardes.” La voz del viejo se desvaneció.

            “No,” dijo Tsuken.

            Kihongo abrió sus ojos y miró con asco al Grulla, pero algo en los ojos del Guardián le impidió discutir.

            “No, Señor Kihongo,” repitió Tsuken. “Juro sobre el Libro del Fuego que no dejaremos que el Clan Tejón muera.”

            Los ojos del viejo samurai se abrieron de par en par. La comisura de su boca mostró una muy pequeña sonrisa. Asintió a Tsuken.

            Jinzaburo se adelantó. “Excusadnos, por favor, honorables Guardianes. Mi señor lleva varios días sin descansar. Volveremos a hablar, si lo deseáis. Cuando el humor de mi señor sea mejor, entonces confío en que aceptará vuestros consejos. Cualquier ayuda que nos podías ofrecer será bienvenida.”

            Jinzaburo ayudó al viejo daimyo a levantarse y a salir de la sala. Dos sirvientes se encontraron con él en la puerta trasera y se llevaron a Kihongo. Jinzaburo miró hacia atrás justo cuando los Guardianes se iban.

            “Sugimoto-sama,” dijo en voz baja.

            El Guardián de la Tierra se detuvo. Los demás también miraron hacia atrás.

            “Mi señor no desea molestar a los foráneos,” dijo, “pero vos ya nos habéis ayudado.”

            “Sigue,” dijo Sugimoto.

            “Ha habido desapariciones,” dijo Jinzaburo. “Escuadrones enteros de soldados han desaparecido, dejando detrás solo sangre.”

            “Hideo no Oni,” dijo con tristeza Sugimoto.

            Jinzaburo asintió. “El demonio ha regresado. Siente nuestras debilidades, y se prepara para alimentarse. Kihongo no le ha contado nada de esto a los Grulla, ni a los Cangrejo, ni al Miya… ¿pero quizás podríais ayudar?”

            “Haz que vuestros exploradores nos informen a nosotros,” dijo Sugimoto. “Muestranos donde mató por última vez el demonio.”

            Jinzaburo asintió en silencio, mirando rápidamente hacia donde su señor se había ido antes de desaparecer una vez más.

           

           

           

            La habitación que dieron a los Guardianes era amplia, divida más o menos en dos por un gran biombo de madera colocado en el centro de la habitación. Los demás apenas tuvieron tiempo de dejar sus pocas posesiones en las bajas mesas antes de que Tsuken empezase a dar vueltas por la habitación.

            “Demonios cazan a los Tejón desde el exterior,” dijo el Guardián del Fuego. “Cortesanos buscan destruir al Tejón desde dentro. Su propio señor ya no tiene esperanzas. ¿Qué podemos hacer aquí?”

            “¿Cómo lo mato?” Murmuró Sugimoto.

            “¿Perdóname?” Preguntó Tsuken.

            “En las tierras Cangrejo nos enfrentamos a muchos extraños enemigos, a muchos retos imposibles,” dijo Sugimoto. “Al final solo queda una pregunta. ‘¿Cómo lo mato?’ Uno no debe abrumarse por los problemas. Encuentra un lugar donde luchar, y empieza.”

            “Entonces, el demonio,” dijo Tsuken. “Eso, al menos, es un enemigo al que comprendemos.”

            “No somos guerreros,” le advirtió Masae. “Ya no. Si nuestras obligaciones como Guardianes van a ser tan mundanas como para cazar demonios, entonces no hemos comprendido la sabiduría que Rosoku nos ha confiado.”

            “Ni podemos permitirnos que la arrogancia nos ciegue ante los problemas mundanos,” le replicó Jun’ai. “Luchamos contra el miedo, la desesperanza, y la confusión. Aquí, en estas montañas, esas cosas tienen una forma, y una cara. Los problemas que asolan Rokugan se manifiestan en Hideo no Oni. Nuestra batalla no es simbólica. Debemos luchar.”

            “Derrotar al demonio, aunque fuese posible, solo enviaría un mensaje a los habitantes de Rokugan que nosotros les resolveremos sus problemas,” dijo Masae, agitando su cabeza. “Debemos guiar. No debemos hacer esto. Para que tenga valía la lucha de los Tejón, ellos deben derrotar a sus propios enemigos.”

            “Los que fueron devorados por el demonio quizás estaban esperando ser guiados,” dijo Sugimoto. “Si el mal habita en estas montañas, yo lucharé contra el, Guardián o no. Tenemos la habilidad y la forma de hacerlo. Todos somos samuráis, y las enseñanzas de Shinsei han empezado a convertirnos en algo más. Todos lo hemos sentido.”

            Los demás Guardianes no dijeron nada. Miraron en silencio a Sugimoto.

            “Jinzaburo nos pidió ayuda,” dijo Sugimoto. “Los Tejón deben enfrentarse a su destino. Yo lo enfrentaré junto a ellos.”

            “Igual que yo,” estuvo de acuerdo Tsuken. “Podemos ocuparnos de la bestia y preocuparnos después de que es lo que hacemos aquí.”

            “La mayor preocupación,” dijo Jun’ai, “es el estado actual del Tejón. Aunque les ayudásemos a desembarazarse del oni, desafortunadamente todo lo que dijo Kihongo es verdad. Los Cangrejo no les pueden ofrecer nada más que una pequeña ayuda y poco les ayudarán los demás clanes. Las tierras Tejón están en un estado lamentable. No tienen recursos, nada que ofrecer excepto la fuerza de sus samuráis… y cada samurai que envían para trabajar como mercenario es uno menos que defiende estas tierras.”

            “¿Y qué podemos hacer?” Masae agitó su cabeza. “Estamos incompletos, ya que los Guardianes del Libro del Vacío y de los Cinco Anillos aún no han sido encontrados. No tenemos recursos que dejar a los Tejón, y aunque los tuviésemos, ¿sería sabio hacerlo? No podemos resolver los problemas del Imperio con koku, aunque tuviésemos la capacidad de hacerlo.”

            “El oro no puede comprar el honor,” dijo con un gruñido Sugimoto, “pero está claro que lo puede matar.”

            “Hay una forma,” insistió Jun’ai. “Solo tenemos que encontrarla.”

            Masae sonrió. “Quizás tengas razón, ¿pero cómo podemos encontrarla cuando acabamos de llegar a estas tierras?”

            “Encontremos a alguien que lo vea todo,” dijo Tsuken.

 

           

            “Gracias por recibirme, Hira-san,” dijo Tsuken. “Sé que tus obligaciones te mantienen ocupado.” El Guardián del Fuego bebió el té que el viejo shugenja le había dado, saboreando su rica textura.

            “No sabía que los Guardianes tuviesen un sentido del humor tan agudo,” contestó Asahina Hira, sirviéndose una segunda taza. “Mis obligaciones para con Doji Koin son pequeñas. Estoy bastante tiempo preguntándome si me volviese loco por aburrimiento, ¿sería eso más interesante?” Sonrió. “Es una interesante paradoja.”

            Tsuken sonrió irónicamente, fijándose que Hira vertía una cantidad perfecta de te en cada taza a pesar de la bufanda de seda que cubría sus ojos. “Esperaba poder hablarte sobre lo que aquí está pasando,” continuó. “Creo que llevas aquí destinado bastante tiempo.”

            “Varios meses,” confirmó Hira. “En realidad llegué muy poco tiempo después de que tu amigo Sugimoto se marchase. Durante el tiempo que llevo aquí no ha pasado nada. Creo que Koin-sama piensa poco en mí. Accedió traerme como un favor hacia mi familia, pero me deja hacer lo que yo quiera. Me mira y ve a un viejo inútil y ciego.”

            “Entonces es un estúpido,” dijo Tsuken.

            “Koin sirve a su clan como mejor puede,” contestó Hira con una sonrisita.

            “Es extraño que un shugenja de tu experiencia esté destinado a un sitio tan remoto,” presionó Tsuken.

            “Así es,” estuvo de acuerdo Hira, “pero hacemos lo que creemos que debemos hacer – igual que tu hiciste, cuando proclamaste tu amor por Jun’ai aunque sabías que su familia pretendía casarla con otro.” El viejo sorbió su té. “Pero yo no te cuestiono.”

            Tsuken se quedó en silencio, enrojeciendo. “Te he ofendido, Hira,” dijo humildemente. “Lo siento. Me marcharé.” Empezó a levantarse.

            “Siéntate, siéntate.” El viejo shugenja hizo un movimiento con su mano para el que joven Guardián se sentase. “Soy yo el que debe pedir perdón. No soy quién para juzgarte, Tsuken-san. Simplemente hay partes de mi vida que preferiría que no me preguntasen por ellas.”

            “Hai,” dijo Tsuken, aunque su cara seguía enrojecida.

            “¿Estás enfadado?” Preguntó Hira.

            “Si,” admitió Tsuken. “Nunca haría nada para avergonzar a Jun’ai. Lo sacrificaría todo. Nuestros problemas son del pasado – ambos somos ahora Guardianes, y nosotros somos los que determinamos nuestros propios destinos.”

            “Que suerte,” dijo Hira.

            “Eres tan exasperante como siempre lo fuiste, tío,” dijo Tsuken, enterrando su cara entre sus manos.

            Hira se rió. “Cuando seas mayor, esas cosas no te serán tan molesto,” dijo. “Pero basta ya de mis estupideces. ¿Cómo te puedo ayudar, Tsuken?”

            Tsuken se enderezó y volvió a beber de su té. “Los Guardianes no conocen el clima político de este área,” dijo. “Me preguntaba si nos podrías ayudar.”

            Hira asintió. “Por supuesto. Te ayudaré en lo que pueda. He tenido poco que hacer excepto estar sentado y escuchar… y he oído mucho.”

            “Arigato. ¿Qué me puedes decir de Miya Tsurugi?”

            “Tsurugi es un hombre honorable, al que le han dado una tarea que no envidio,” contestó Hira. “Pero le molesta haber sido destinado aquí. Creo que lo ve como un castigo, o quizás un olvido. Creo que está predispuesto a encontrar que los Tejón son incapaces de hacer sus obligaciones porque, de alguna forma, teme que si continúan él será destinado aquí de forma más permanente. Para un joven miembro de las Familias Imperiales poco reconocimiento se puede conseguir en un lugar tan remoto.”

            “Ya ha llegado a una decisión.” Distraídamente, Tsuken se colocó un mechón de su blanco pelo tras su oreja. “Interesante.”

            Hira se quedó en silencio durante un momento. “No me sorprende que Shinsei te eligiese como Guardián del Fuego,” dijo finalmente. “Eres como él era – con fallos pero sabio al mismo tiempo.”

            “Y tú eres tan brusco como siempre.”

            “No quería insultarte,” dijo Hira. “Os he oído a ti y a los otros Guardianes en vuestras discusiones. El aspecto que presentas a los demás no tiene fallos. Tus dudas están enterradas tan profundamente que nadie las puede sentir. Aparentas estar siempre preparado, y quemas tus ansiedades en privado, para así no alarmar a los que te miran para que les guíes. Para otros, eres impulsivo, impetuoso… pero cada decisión que tomas se basa en años de aguda contemplación e instinto, listo para entrar en acción. No hay miedo. Realmente es fascinante.”

            Los ojos de Tsuken se entrecerraron un poco. “¿Nos escuchaste desde aquí?” Preguntó. “¿Por qué no me sorprende?”

            “No pretendía cotillear,” contestó Hira, “pero el Vacío me habló y yo escuché.”

            Tsuken miró en silencio a Hira. “¿Es por eso por lo que Sekawa te envió aquí, tío?” Preguntó. “¿Para evitar molestar a los Fénix ahora que los Grulla hemos estrechado nuestros vínculos con ellos?”

            Hira se rió. “Los Fénix ven el mundo de cierta manera,” contestó. “Cualquier variación de ese estándar les molesta. Sabes que es muy raro que un Ishiken nazca fuera de su clan. Que un Ishiken aprenda él solo a controlar su poder…” Hira sorbió su té. “Es imposible.”

            “No es tal y como tu dices,” dijo Tsuken. “Si los Fénix conociesen la historia de nuestra familia…”

            “Solo les molestaría más,” terminó Hira. “Los Maestros Elementales no echan por nada a un Ishiken. Nuestro ancestro, Nariaki, tuvo suerte de que los Asahina se apiadasen de él.”

            “Eso fue hace mucho tiempo,” contestó Tsuken. “Yo pensaba que los Fénix estarían encantados de ver como renacen las bendiciones del Vacío.”

            “El castigo de Nariaki fue llamado el Olvido por una razón,” contestó Hira. “A los Fénix no les gusta que les recuerden de ese tipo de criminales, e incluso los largos siglos que han transcurrido desde su exilio no serían suficientes como para ganarse el perdón. El pasado debería haber permanecido enterrado.” Hira levantó una mano de largos dedos, trazando la sedosa bufanda que cubría sus ojos. “La Puerta del Olvido abrió una herida que debería haber permanecido cerrada, y me otorgó un poder que mejor hubiese quedado olvidado.”

            Tsuken miró con tristeza a su tío, claramente no le había convencido. “Jun’ai cree que nos enviaron para salvar al Tejón de la extinción,” dijo. “Sugimoto cree que estamos aquí para matar al demonio. Me pregunto si una de esas es la verdadera razón por la que estamos aquí.”

            “¿Qué quieres decir?” Preguntó Hira, algo confundido.

            “No importa, tío,” dijo Tsuken. “Solo dime lo que puedas sobre lo que ha pasado en Shiro Ichiro.”

           

 

            En las profundidades del más remoto valle de las Montañas del Muro Norte, los Guardianes y sus aliados Tejón encontraron un templo, uno que parecía estar construido de la propia montaña. El nieto del Señor Kihongo, Ryozan, solo dijo que era el más antiguo y más sagrado de todos los templos Tejón, y que había estado vacío durante siglos. No contestó a más preguntas, pero ordenó a sus exploradores que examinasen con cautela el perímetro.

            Desafortunadamente, las precauciones no les sirvieron a los Ichiro. Los exploradores se aventuraron demasiado cerca del templo, y brutalmente se demostró que las sospechas de Ryozan eran correctas cuando el Hideo no Oni surgió del oscuro interior del templo y asesinó a dos hombres antes de que nadie se diese cuenta de lo que había ocurrido. La velocidad de la inmensa criatura de múltiples brazos era impresionante, igualada solo por las casi sobrehumanas velocidades de Tsuken y Masae, quienes se aventuraron en el valle y se enfrentaron a la bestia, distrayendo y acorralándola para que los demás no corriesen peligro, nunca atacándola directamente.

            Ryozan y sus hombres no dudaron en sacar provecho de la ventaja que les ofrecieron los Guardianes. Atacaron a la bestia, usando su tradicional estilo de lucha, adaptado de las técnicas Cangrejo tras siglos de modificaciones, para gradualmente doblegar al mucho mayor enemigo. El demonio se vio forzado a retroceder hasta dentro del templo, donde fue acorralado contra una pared. El propio Ryozan dio el último golpe, haciendo que cayese la bestia al suelo. Rápidamente la quemó con una antorcha, ya que no quería arriesgarse a más peligros provocados por sus estertores.

            Murieron varios hombres de Ryozan, pero al final los Tejón alcanzaron su tan necesitada victoria. Los soldados Ichiro corearon el nombre de su comandante, a lo que se unió un entusiasta Tsuken mientras los otros Guardianes les miraban.

            Sugimoto y Masae se miraron con complicidad, y el Dragón se fue para regresar a Shiro Ichiro. Ahora empezaría la parte verdaderamente difícil, y los Guardianes aún no estaban seguros si podrían vencer al mucho más peligroso enemigo que les estaba esperando.

           

 

            Miya Tsurugi miró el antiguo templo con desinteresada expresión. “No consigo comprender porque necesitaba venir a este lugar.”

            Kaiu Sugimoto señaló hacia el chamuscado cuerpo que había sido Hideo no Oni. Incluso ahora, había eta reunidos a su alrededor con antorchas y palas, temiendo tocar directamente los restos. “El demonio ha sido derrotado,” dijo el Guardián. “Los Ichiro han cumplido su obligación, como les encargó el primer Hantei.”

            “Han cumplido con su obligación,” estuvo de acuerdo Tsurugi, “y por ello tienen mi respeto y admiración. Desafortunadamente, les llevó más de treinta años defender al Imperio contra un solo demonio. Un demonio que, si se creen los rumores, surgió de un miembro de su propio clan.” Tsurugi agitó su cabeza. “Todo esto será incluido en mi informe.”

            “¿Cómo puedes ser tan descarado?” Preguntó Ichiro Ryozan, avanzando hacia el heraldo, pero Kaiu Sugimoto le cogió del brazo.

            “Soy un representante del Emperador, niño,” dijo Tsurugi, mirando al alto Tejón sin miedo. “Se eleven o caigan los Tejón, seguirán permaneciendo tus obligaciones hacia el Hijo del Cielo. Amenazarme difícilmente mejorará vuestra posición.”

            El Tejón frunció el ceño.

            “Este no es el camino, Ryozan,” dijo Sugimoto. “Deja que nosotros le razonemos.”

            Ryozan asintió y retrocedió, murmurando en voz baja.

            “Hideo no Oni nació en la Guerra de los Clanes,” dijo Masae. “Era una época oscura, cuando muchas familias se enfrentaban a los demonios que tenían dentro de ellas. Antes de que le eches las culpas a los Tejón, deberías mirar hacia tu propia casa, Miya. La historia de Miya Satoshi no la ha olvidado el Clan Dragón.”

            Tsurugi palideció, pero se recuperó pronto. “Es verdad,” dijo, “pero los Miya se han recuperado y sirven lealmente al Emperador, mientras que todo lo que he visto en estas montañas sugiere que los Tejón no tienen futuro. En los once siglos que llevan ‘protegiendo’ el Imperio de los invasores del norte, no ha venido nadie. No sirven propósito alguno.”

            “Los Ichiro son valientes samuráis,” insistió Tsuken. “¿Cómo puedes quitarles los nombres y el hogar de que aquellos que no han hecho otra cosa que servir?”

            Los ojos del heraldo se entrecerraron. “Desafortunadamente para los Tejón, mis superiores no ven como tú la valía de sus servicios,” dijo con desinterés.

            “¿Y tú, Miya?” Preguntó Tsuken. “Nada te gustaría más que irte de aquí.”

            “No cuestiones mis motives ni mi honor, Guardián,” replicó el heraldo. “No tengo motivos ocultos. No disfrutaré informando a Hoketuhime-sama que los Ichiro no pueden cumplir sus obligaciones. Hago lo que hago porque tengo que hacerlo, no porque quiera hacerlo.”

            “Entonces eliges la destrucción, porque has condenado a hombres buenos a una vida vergonzante.” La voz de Jun’ai era tranquila, calmada, pero tenía el peso de la tristeza. “Podrías decidir pedírselo a tu señor, convencerles de la valía de los Ichiro. ¿Les echarás a las olas, a un incierto destino?”

            “Los Tejón ya son mercenarios sin propósito alguno,” dijo Tsurugi con voz resignada. “Ya no son nada mejor que ronin excepto que se les ha dado el reconocimiento de un inmerecido apellido. No usaré mi puesto para permitirles que mantengan una valía que no la merecen. Al contrario que otros, yo no tengo un inflado sentido de mi propia valía.” Sonrió al Guardián.

            Sugimoto frunció el ceño, y Masae bajó su cabeza. Los Ichiro que estaban allí reunidos no dijeron nada, pero la angustia de sus caras era bastante clara. El silencio llenó el viejo templo, sin que nadie fuese incapaz de hablar. Por un momento, parecía que el fin había llegado.

            “¿Qué es esto?” Preguntó una suave voz.

            Todos los samuráis se volvieron hacia Asahina Hira, que estaba mirando una gran columna que dominaba el centro del templo. El viejo shugenja estaba cerca del altar con la cabeza ladeada, como si estuviese escuchando. “¿Hay algo escrito en esta piedra?” Preguntó, señalando a la columna.

            Tsuken se adelantó y examinó la antigua piedra. “Hai, Hira-san.” Levantó suavemente la mano del viejo y la puso sobre la inscripción. “No lo reconozco.”

            “Nadie lo reconoce,” dijo el oficial Ichiro. “Ha estado ahí desde los primeros días del Clan Tejón, pero su significado se ha perdido en el tiempo.”

            Cuidadosamente Hira pasó sus dedos por el delicado trabajo de las piedras. “Estos kanji,” dijo. “Los reconozco.”

            “¿Qué dicen?” Preguntó Masae.

            “Están en la lengua de los Kami, que se habla en Tengoku y entre sus servidores, los kami elementales menores. Los shugenja lo pueden escuchar, pero nunca hablar. Las lenguas mortales no son dignas de pronunciarla.” Se detuvo e inclinó la cabeza. “Estos signos nunca han sido escritos por manos de mortales, y tampoco han sido escritos desde la época del primer Hantei.”

            “¿Qué quieres decir?” Preguntó Tsurugi. “¿Qué es este lugar?”

            Hira continuo moviendo sus dedos por los caracteres hasta que llegó al final, y luego retrocedió. “Arrodillaros, amigos,” dijo en voz baja, cayendo de rodillas. “Este es un lugar muy santo.”

            Los Guardianes se arrodillaron al instante, y les siguieron los confundidos Ichiro y los demás samuráis que allí estaban. Tsurugi solo les miró, confundido. “Explícate, por favor,” pidió.

            “Hace siglos, Hantei encargó a Domogu, el primer Tejón, proteger estas tierras,” dijo Hira. “El Imperio asumió que los Tejón deberían guardar la frontera norte, pero ninguna amenaza ha cruzado estas montañas. Ahora creo que Domogu permitió al Imperio, permitió incluso a sus descendientes, que creyesen lo que quisiesen. Todo lo que importaba era que los Tejón debían permanecer aquí – que protegiesen este lugar. Ahora que he visto los kanji, comprendo porque Hideo no Oni creía que podía aumentar aquí su poder.”

            “¿Qué es este lugar?” Repitió el heraldo. “¿Hay algún peligro?”

            “No,” dijo Hira. “Lo contrario. Este es un lugar de paz, armonía, y unidad. La inscripción encarga a Domogu el mantener este altar a salvo y oculto. Dudo que incluso él supiese lo que guardaba. La inscripción dice que los mortales no deben entrar en este lugar hasta que el Décimo Kami vuelva a caminar sobre la tierra.”

            “¿Ryoshun?” Exclamó Masae. “¿El décimo Kami?”

            “Lo hemos deshonrado con nuestra presencia,” Dijo rápidamente Ryozan. “Debemos irnos todos. Os escoltaré de vuelta a Shiro Ichiro, y luego haré los tres cortes por haber fracasado en proteger este lugar.”

            “Rysohun regresó durante la Batalla de la Puerta del Olvido,” dijo Hira. “Le vi guardar la brecha, aunque luego regresó a la muerte. Por ello no has fracasado, Ryozan-san.” El shugenja se levantó, y luego se volvió hacia los demás. “Pero sigue en pie la tumba de Ryoshun, y el encargo del Hantei permanece. Los hijos e hijas de Domogu deben proteger este lugar.” Miró a Tsurugi. “A no ser, claro, que Tsurugi-san quiera imponer su decisión sobre la del Primer Hantei.”

            “No lo haré,” dijo Tsurugi, completamente abatido. “El Clan Tejón no caerá mientras yo viva. Informaré a mi familia y hablaré al Señor Shoin. Cada año los Miya reúnen las Bendiciones del Emperador, fondos que usamos para ayudar a los que han caído en crisis. No dudo que convenceré a mi señor para que use las Bendiciones para mejorar las condiciones que tienen aquí los Tejón.”

            “Los Grulla tampoco vacilaremos,” dijo Doji Koin, poniéndose rápidamente en pie y yendo junto a Hira. “Mi clan ofrecerá gustosamente a los Ichiro su apoyo y las gracias por guardar la tumba del hermano de nuestra Dama Doji. Vuestros impuestos de esta temporada serán pagados íntegramente por los Grulla, con toda nuestra gratitud.”

            “¡Los Cangrejo no se quedarán atrás!” Ladró uno de los ingenieros Kaiu. “¡Construiremos una muralla alrededor de este lugar, una fortaleza para proteger la tumba de Ryoshun! ¡Y los campos de los Kaiu darán el suficiente arroz para que vuestros guerreros Tejón puedan regresar para proteger estas montañas!”

            “Sospecho que los demás clanes ofrecerán regales similares, cuando oigan hablar de esto,” dijo Hira. “¿Qué dices, Ryozan? ¿Hablas por tu señor?”

            Ryozan parecía atontado por lo que estaba pasando, pero rápidamente se recuperó y devolvió la reverencia. “Os doy las gracias por vuestra amabilidad, amigos míos, ya que sé que mi abuelo también os las dará.” Sonrió. “Mi opinión sobre Tsurugi-san se ha incrementado considerablemente.”

            Tsurugi se rió.

            El Miya se fue inmediatamente para informar del descubrimiento. Los Guardianes también se fueron, aunque cada uno de ellos se detuvo para dar sus asombradas gracias a Hira. Tsuken fue el último. Se adelantó e impulsivamente abrazó a su tío, dándole palmadas en la espalda. Cuando el Guardián del Fuego se fue, el viejo shugenja se sentó sobre una piedra, tomándose un momento para tranquilizarse. Enfrentarse a un Heraldo Imperial y defender el derecho de un clan a existir le había afectado bastante más de lo que había dejado ver, y además era un hombre mayor.

            Se recostó sobre la piedra, echándose hacia atrás para trazar su lisa superficie con una mano. Su mano se detuvo cuando una suelta piedra se cayó, y ladeó la cabeza, confundido. Con curiosidad, metió la mano en el agujero y sacó lo que allí encontró. Parecía ser un libro de algún tipo, ¿pero cómo había llegado hasta ese lugar? Hira se quedó boquiabierto, asombrado, al reconocer el símbolo que tenía grabado sobre su cubierta.

            El viejo hombre ahora sostenía el Libro del Vacío.