Trueno Distante


por
Shawn Carman
Editado por Fred Wan

 

Traducción de Akodo Dani



Las Mansiones Mantis, Toshi Ranbo


            Tsuruchi Etsui deslizó la puerta de sus habitaciones hasta abrirla y entró. La débil luz era un alivio bien recibido por sus ojos irritados e inyectados en sangre. Se sacó su casco y lo arrojó sin ceremonias al suelo. Había una botella de agua, sin duda vieja y polvorienta ahora, pero él la recogió y la bebió a pesar de todo. No estaba estancada, al menos, lo que significaba que los sirvientes habían atendido esta habitación en su ausencia. Frunció el ceño ante el pensamiento. Valoraba su privacidad, y preferiría sus habitaciones libres de cualquier interferencia innecesaria.

Como si fuese una señal, la pantalla por la que él había entrado solo hacía unos momentos se abrió de repente, y Yoritomo Yoyonagi entró en la habitación, su expresión una de intensa curiosidad e irritación. “¡Etsui! ¿Por que no acudiste a mí tan pronto como llegaste?”

“Difícilmente estoy presentable, mi señora,” dijo con una rápida inclinación. “No deseaba ofender.”

“Si tu deseo era evitar ofenderme, entonces no deberías haberme dejado esperando,” dijo indignada. “¿Tienes alguna idea de lo mucho que llevamos esperando por alguna noticia de las Tierras Sombrías? Hay rumores recorriendo la ciudad diciendo que los samurai que acompañaron a Hachi han regresado, pero nadie parece saber lo que ha pasado. Los rumores abundan, como siempre.”

“¿Rumores?”

Yoyonagi alzó sus manos exasperada. “¡Por supuesto! ¡Esta es la Ciudad Imperial! ¿Qué otra cosa harían las legiones de idiotas para ocupar su tiempo si no especular y confundir sus chismes con la realidad?”

“Pocas cosas, supongo,” admitió él.

Yoyonagi estuvo en silencio un momento. “Los guardas dijeron que regresaste solo,” dijo pausadamente. “Katoa no regresó, entonces.”

“No, mi señora,” dijo Etsui. “Murió como un héroe. Murió satisfecho.”

Ella apartó la mirada. “Qué apropiado. No podía estar satisfecho en vida, pero de algún modo en la muerte haya la realización. Era más parecido a aquellos a los que odiaba de esta ciudad de lo que le gustaría admitir.”

Etsui frunció el ceño ante su tono. “Perdonadme, mi señora. No me di cuenta de que vosotros dos fueseis… cercanos.”

“No seas idiota,” rió ella. La risa no era convincente. “Era un bruto palurdo sin ninguna traza de gracia social que le redimiese.” Abrió un abanico y se abanicó ociosamente con él, cubriendo convenientemente su rostro. “Sin embargo, debo admitir que eso le hizo… único.”

“Era único, sin duda,” replicó él. “Fui honrado con luchar a su lado, brevemente, sin embargo.”

Yoyonagi sonrió pálidamente. “No he oído de nadie más que regresase,” dijo quedamente. “Tu entrada solitaria es de algún modo… preocupante. ¿Los otros? ¿Hachi? ¿Sekawa? ¿El Emperador?”

Etsui bajó su cabeza. “Sekawa-sama sobrevivió,” dijo. “Ha salido a buscar a los Guardianes por algo que digo que era de gran importancia. Los otros…” su voz se apagó y sacudió su cabeza.

Yoyonagi, la voz de la Mantis en la corte, a quién Etsui jamás había visto mostrar una única emoción genuina hasta ese mismo momento, cubrió su boca con su mano para sofocar un sollozo. Una única lágrima recorrió su perfecta mejilla, y en ese momento Etsui deseó ir junto a ella, abrazarla y consolarla. Era exactamente esa cualidad la que le hacía tan peligrosa en las cortes, supuso. “Por las Fortunas,” susurró ella. “Que desastre.”

Etsui asintió. Casi como algo instintivo, sacó una vela de su bolsa y se la tendió a ella. “Katoa-sama envió esto para que regresase al clan. Fue sacado de la Tumba de los Siete Truenos.”

Yoyonagi frunció el ceño mientras lo examinaba. “¿Que son estas inscripciones?”

“He tenido tiempo de estudiarlos con shugenjas durante mi viaje a casa,” dijo Etsui. “Un lado dice que ‘una vela extinguida no ofrece luz,’ mientras que la otra dice que ‘una vela encendida no proyecta sombras.’” Se encogió de hombros. “Nadie está seguro de sus implicaciones.”

Yoyonagi frunció el ceño. “Difícilmente parece merecer las vidas gastadas en su regreso ¿verdad?” Cerró su abanico y lo colocó dentro de su obi. “Habrá ramificaciones por tantas muertes,” dijo ella. “La ciudad será arrojada al caos. Los oportunistas se lanzarán a la garganta de todos los clanes.” Sacudió su cabeza. “Serán tiempos difíciles.”

“Oportunistas,” dijo Etsui. “Katoa-sama me dijo una vez que todos nosotros éramos oportunistas, incluso si la ciudad no tenía oportunidades para que nosotros las aprovechásemos.”

La sonrisa de Yoyonagi regresó. “Era aficionado a decir eso,” estuvo de acuerdo ella. “Bien entonces, quizás podamos asegurarnos y probar que se equivocaba. Por una vez, yo tendré la última palabra.” Asintió agradecida y se giró para irse. Se detuvo en el dintel de la puerta por un momento. “¿Hubo algo más?” dijo. “¿Mandó alguna palabra el Emperador a la Emperatriz, o alguna instrucción a los supervivientes sobre como cumplir sus últimos deseos? ¿Cualquier cosa? No parece propio de él no estar preparado para tal contingencia.”

Etsui pensó durante un momento. “No,” dijo. “Nada de eso, mi señora.”

Yoyonagi asintió. “Descansa, Etsui,” dijo. “Te lo has ganado.”

 

           

Menos de una hora más tarde, Etsui entró en una desvencijada casa de sake en uno de los peores vecindarios de la ciudad. La región nunca se había recuperado del todo del fuego que la consumió hacía años, y a aquellos con suficientes recursos e interés en verla rejuvenecida le había dejado de importarles hacía mucho. Sin embargo, Etsui se había vestido con una ropa indescriptible y, todavía apestando por el viaje, se adentró en la casa de sake y fuera del ojo público.

En el interior, rápidamente tomó asiento en una de las mesas cercanas a la esquina, fuera del brillo más fuerte de la solitaria linterna que luchaba para iluminar el interior. Había un puñado de gente dentro, pero nadie levantó la mirada. Era un lugar a donde los hombres iban a estar solos con sus demonios interiores. Aquellos que no estaban lo suficientemente borrachos como para no darse cuenta de su entrada le ignoraron esperando que él hiciese lo mismo con ellos. Se sentó en su asiento y esperó. La camarera se le acercó y sin palabras le dejó una botella de sake tibio que podría ser descrito con gran alabanza como mediocre. No había nada más para beber o comer aquí, así que no se necesitaba ninguna conversación.

Casi una hora más tarde, Etsui había bebido muy poco del sake. Escuchó como se abría la puerta y vio a una figura de pie durante un momento, analizando la habitación. El extraño se le acercó, cubierto con una oscura capa al igual que todos los demás en la habitación. Etsui agarró firmemente su arma bajo su capa, un hábito que no tenía intención de romper. La figura se sentó enfrente de él sin ceremonias, y los dos se observaron un momento en silencio. “No estaba seguro de si el mensaje era correcto,” dijo el recién llegado.

“Obviamente lo era,” dijo rotundamente Etsui.

“Aparentemente,” dijo el recién llegado. “¿Que noticias hay?”

“El Emperador está muerto. El Campeón Esmeralda también. La familias Yasuki y Mirumoto están sin daimyo, y el Último Deseo de Isawa parece que ha sido destruido.”

El extraño agarró firmemente la mesa, con sus ojos brillando con excitación. “¿Estás seguro? ¿De todo?”

“De todo salvo lo del Deseo,” dijo Etsui. “¿Quién puede estar seguro con esa cosa?”

“Nadie salvo Aikune,” dijo el extraño. “Asumo que está muerto, si crees que el Deseo está destruido.”

“Sí.”

El extraño asintió. “Eso es poco afortunado. Era un buen hombre.” Se detuvo durante un momento. “Hay informes sobre que los supervivientes han regresado con extraños artefactos. ¿Sabes algo de esto?”

“Algo,” admitió Etsui. “Había una vela que se me dio para devolverla a la Mantis. Había testigos, así que no tuve otra opción que llevarlo a cabo. Eso no fue todo, sin embargo.” Sacó una pequeña batuta de plata de sus ropas y la puso sobre la mesa. “Inspecciona esto, por favor.”

“¿Para qué?” preguntó el extraño.

“Por favor,” dijo Etsui, “compláceme.”

El extraño recogió la batuta y la sopesó cuidadosamente, dándole vueltas en sus manos repetidamente. Inspeccionó sus extremos, y trató varias veces de separarlo. Finalmente lo arrojó a la mesa. “Es solo una sencilla porra, y no particularmente efectiva. No es lo suficientemente pesada.”

“Eso es lo que parece,” replicó Etsui. Cogió la batuta y, con un casual giro de muñeca, se separó en dos mitades, cada una conteniendo una hoja de seis pulgadas. Igual de rápido, juntó las mitades de nuevo y volvió a ser una batuta una vez más.

“Un truco de salón,” dijo el extraño. “Nada más.”

“Quizás,” admitió Etsui. “Y sin embargo nadie ha sido capaz de separar las hojas. Ni siquiera cuando les conté que se pueden separar. No comprendo por qué, pero parece ser único.”

El extraño frunció el ceño. “¿Es un nemuranai?”

Etsui sacudió su cabeza. “Completamente sin ninguna propiedad mágica, al menos en lo que el shugenja que lo examinó fue capaz de determinar. Parece ser un puzzle que solo yo soy capaz de juntar, aunque no se por qué.”

El extraño encogió los hombros. “Útil pero no abrumadoramente. ¿Hubo algo más que aprendieses que pueda ser de interés?”

“Sí,” dijo Etsui con una astuta sonrisa. “Hablé con el Emperador solo momentos antes de su muerte.”

Shiba Yoma se adelantó, con la excitación de vuelta en sus ojos. “¿Qué aprendiste?”

“Sé donde escondió la información concerniente a la sucesión del trono,” dijo Etsui. “Sé como descubrir a quién ha declarado como su heredero.”

 

           

La ciudad de Nikesake, las provincias Fénix


           
Shiba Naoya extendió sus manos sobre la ancha y alta tabla y bajó la mirada, contando interiormente con la esperanza de controlar la frustración de su voz. “Lo que estoy diciendo, mis señores,” dijo quedamente, “es que hay una conexión directa, inmediata entre los cambios de precio en nuestro comercio con los otros clanes, y con el inicio de las operaciones navales Mantis en la isla de Kaigen.”

“Todo eso está claro, sí.” Sonrió Isawa Ochiai. A pesar de la naturaleza de su conversación, Naoya había encontrado imposible resistirse a su tranquilo encanto. La vista de siquiera su sencilla sonrisa parecía disipar su irritación, lo que era molesto para y por sí mismo. “Simplemente no estamos de acuerdo con tu aseveración de tal hecho.”

Naoya forzó una sonrisa. “Los Mantis están manipulando negociaciones comerciales contra nosotros a gran escala. Esa es la única posible interpretación.”

“No creo que sea así.” Shiba Ningen no levantó su mirada del pergamino en el que estaba dibujando elaborados caracteres caligráficos. “Los Mantis todavía están sufriendo por la guerra, como nosotros. No tienen los recursos para enfrentarse en una manipulación a tan gran escala, al menos no durante unos meses.”

Naoya frunció el ceño ante el casual despido de su argumento por parte del Maestro del Vacío. “Esto es parte de un plan a largo plazo para debilitarnos,” insistió. “Los Mantis desean prevenir nuestra recuperación de manera que puedan iniciar hostilidades de nuevo cuando se sientan en una posición adecuada para explotarla.”

“Comprendemos tus preocupaciones,” comenzó Ochiai.

“Es el deber de los Shiba proteger al Fénix,” interrumpió Naoya. “Debemos enfrentarnos a esta amenaza antes de que pueda destruirnos.”

Ningen al fin levantó la mirada de su obra, mirando curiosamente a Naoya. “Estás avergonzado,” dijo. “Avergonzado por que el Fénix se rindiese a la Mantis.”

“No está en mi posición juzgar,” dijo Naoya. “Soy un soldado. Sirvo.”

“Eso no cambia la verdad,” dijo Ningen. “También estás avergonzado por la reciente muestra de corrupción dentro del clan. Te avergüenzas de que fuese el Maestro Bairei quien la expuso, y crees que los Shiba no deberían haberle permitido echar raíces en un primer lugar.”

“Por favor parad con eso,” dijo quedamente Naoya.

“Ningen-san, es suficiente,” dijo Ochiai. “Hemos hablado sobre esto. No es apropiado.”

Ningen la miró con curiosidad, y luego se encogió de hombros. “Como desees. Si Naoya-san desea que sus sentimientos permanezcan siendo privados, entonces debería hacer un mejor trabajo ocultándolos. Honestamente, es como si estuviese en una habitación con un gato maullando y se me pidiese que lo ignorase.”

Naoya sofocó una burla hacia el Maestro, pero interiormente se regañó a la vez. Su hermano Mirabu le había siempre acusado de sentir las cosas demasiado fuerte. Quizás hubiese estado acertado.

“Te exiges demasiado, y también le exiges demasiado a los Shiba,” dijo ligeramente Ochiai. “Tu familia ha servido bien y honorablemente durante siglos, pero difícilmente sois infalibles. Y los Isawa difícilmente están en una posición como para esperar infalibilidad en otros. No has fallado al clan, ni en nada de esas cosas que aparentemente están pesando sobre ti.”

El guerrero lanzó una larga mirada a Ningen, luego inclinó su cabeza ante la joven mujer que tenía ante él. “No era mi intención ser irrespetuoso con el Maestro Nakamuro-sama,” dijo suavemente. “Respeto su devoción para con los ideales Fénix, como hacen todos los Shiba.”

“Todos difícilmente,” dijo tristemente Ochiai. “Hay muchos que no están de acuerdo con su elección de rendirse. Esa es una de las razones por las que cedió el liderazgo del Concilio, como sabes.”

Naoya asintió. “Simplemente me preocupa que la decisión cause dificultades con los Mantis a largo plazo,” explicó. “No son un clan capaz de respetar algo que perciban como debilidad, ni son capaces de entender la senda que recorren los Fénix.”

“En eso, al menos, podemos estar de acuerdo,” dijo Ochiai. “El asunto que tenemos entre manos, sin embargo, es como vamos a tratar con…” la voz de la Maestra de Fuego se extinguió mientras un sonoro chasquido resonó a través de la cámara. Tanto Ochiai como Naoya miraron a Ningen, quien había roto la canilla con la que estaba escribiendo. El arruinado utensilio de escritura estaba firmemente agarrado en su puño. Aparentemente olvidado, y la tinta se extendía lentamente a través del hermoso pergamino en el que había estado trabajando. El Maestro del Vacío miró hacia las puertas de la cámara con una salvaje intensidad nunca vista en él. “¿Ningen-san?” preguntó Ochiai. “¿Estáis…”

“Se acerca,” susurró con reverencia.

Naoya miró a Ochiai con una expresión de confusión. “¿Está enfermo?” apenas susurró, sin desear atraer su atención.

La Maestra de Fuego sacudió su cabeza, frunciendo el ceño mientras tanto. Comenzó a hablar, pero un ruido repentino desde el corredor más allá de las puertas la detuvo. Había sonidos de lucha, luego gritos. La hoja de Naoya estaba en su mano en un instante, y se movió inmediatamente para colocarse así mismo entre los Maestros y la puerta. “Han debido eludir los centinelas,” dijo rápidamente. “Fuera, por la parte de atrás. Los retrasaré tanto como pueda.”

“Valiente, pero innecesario,” dijo Ochiai. “No temo a la estirpe de Kinuye.”

“¡Pero el Maestro Bairei!” Insistió Naoya.

“Sobrevivió,” dijo Ochiai, “y se está recuperando. Veamos que débil atentado contra nuestras vidas intentan ahora.”

Naoya apretó sus dientes en frustración, seguro de que la Maestra de Fuego no estaba tomándose la situación lo suficientemente en serio. Antes de que pudiese objetar algo más, sin embargo, las puertas se abrieron de par en par.

Masakazu, el gigantesco yojimbo de Ochiai y anterior vasallo del Shogun, entró tambaleándose en la habitación, con un figura más pequeña atrapada en su abrazo de piedra. Lo que fuera que sujetase no era más que un borrón de verde y oro, apenas contenido por su implacable fuerza. Su rostro estaba rojo a causa de la fuerza de múltiples golpes, pero su gruñido de rabia fue suficiente para congelar incluso la sangre de Naoya. “¡Dispárale!” insistió el yojimbo. “¡Es una cosita pequeña pero ágil!”

“¡Detente!” La voz de Ningen resonó a través de la cámara con tal intensidad que varias velas fueron rápidamente apagadas, y Naoya podía sentir la fuerza en su pecho. “¡Libérala ahora mismo!” ordenó.

Masakazu miró impávido al Maestro del Vacío, y no hizo nada hasta que Ochiai le hizo un asentimiento. Luego abrió sus brazos y dejó caer al suelo, sin ceremonias, a la mujer con la que había estado luchando.

La mujer era de complexión ligera, y llevaba ropas que dejaban sus brazos y la mayor parte de sus hombres expuestos, al estilo tradicional Tamori. Sin embargo, los tatuajes que cubrían su carne visible le decían a Naoya que no era una shugenja. La mujer rió durante un momento. “Eso ha sido divertido,” admitió, luego se levantó e inclinó profundamente ante los Fénix reunidos. “Pido disculpas por el malentendido, samas. Me temo que la prisa de mi viaje me ha llevado más allá del umbral de vuestro hogar, y vuestro yojimbo asumió que mis intenciones eran maliciosas. Me temo que la fatiga me ha confundido de algún modo.” Se detuvo, y su expresión se volvió más sombría. “Soy Hitomi Maya, representante de Mirumoto Rosanjin, enviada a entregar un importante paquete de Shiba Aikune.”

“¿Aikune?” Preguntó Naoya. “¿A donde ha ido?”

La expresión de Maya se volvió todavía más grave. “Lamento informaros de que Aikune-sama se ha reunido con sus ancestros en Yomi.”

Naoya inclinó su cabeza. “¿Cómo murió?”

“Murió protegiendo a muchos, incluida a mí misma, del ultimo asalto de los oni. Murió al lado de otros, incluido mi señor Rosanjin.” Su voz se apagó. “El Emperador también ha muerto.”

Ochiai jadeó, y Naoya sintió que la fuerza abandonaba sus piernas. “¿Qué ocurrió?”

“Es una larga y difícil historia,” dijo Maya, “pero la esencia de ella es ésta: en su búsqueda de la iluminación, el Emperador encontró la Tumba Perdida de los Siete Truenos. Dentro, descubrió muchos objetos de enorme importancia, objetos que sintió que debían regresar a Rokugan costase lo que costase. Ordenó a los oficiales de Hachi-sama, Rosanjin y Aikune entre ellos, que devolviesen los objetos mientras él permanecía atrás. Creía que los oni no les darían caza si todavía tenían una oportunidad de matar al Emperador. Al final, expulsó a los otros supervivientes del campo de batalla y quedó atrás. No se lo que hizo, pero el ejército demonio fue virtualmente destruido. Los pocos que sobrevivieron nos siguieron, y Aikune, Rosanjin, y Yoritomo Katoa los detuvieron.”

Hubo un largo momento de silencio en la cámara. Masakazu cruzó la habitación y empezó a registrar alrededor de una de los gabinetes. Ochiai, más pálida de lo que nunca Naoya la había visto, finalmente pareció recuperar su aliento. “Por favor… por favor extiende nuestras mayores gracias y simpatías a tu señor,” le dijo a Maya. “El Imperio le debe a Rosanjin una deuda de agradecimiento. También a Katoa, supongo.”

Maya asintió. “Gracias, mi señora.”

“¿Puedo verlo?” La voz de Ningen era apenas superior a un susurro. “Lo tienes contigo, ¿verdad? Necesito verlo. Por favor.”

Maya asintió y sacó un pequeño bulto de su bolsa de viaje. Se la ofreció sin decir nada a Ningen, quién la aceptó con manos temblorosas. El Maestro del Vacío lo desenvolvió delicadamente, mostrando un pequeño huevo marcado con un símbolo que Naoya no reconoció.

Mirar al huevo llenaba a Naoya con una sensación que no podía describir claramente. Su vista le llenaba con un extraño apercibimiento de todo lo que le rodeaba: el calor de las velas, el aire agitándose a su alrededor, y la presión del suelo bajo sus pies. Sin embargo, al mismo tiempo, se sintió extrañamente distante, flotando, como si estuviese soñando. “¿Qué es, Ningen?” Escuchó preguntar a Ochiai.

“Es el Huevo del Vacío,” respondió Ningen. Su voz era distante, y Naoya no estaba del todo seguro de que el hombre supiese que había hablado, o incluso de donde estaba. “Es un hijo de los dragones, un recipiente de su poder, una muestra de su favor.” Deslizó un dedo sobre su delicada superficie. “Es la manera para que nosotros nos volvamos uno con ellos.”

Naoya miró a Ochiai sin comprender, pero ella no podía apartar sus ojos del huevo. Se preguntó durante un momento si debería destruirlo y liberarles, pero incluso el pensamiento le parecía de algún modo obsceno. Lo más seguro es que hubiese estado ahí de pie indefinidamente, si no fuese porque alguien agitó una enorme mano en su cara. Era Masakazu, quien traía una botella de sake y vertió dos tazas. “Bebe,” ordenó.

“¿Qué?” Preguntó Naoya, exasperado. “¿Es en eso en lo que piensas en un momento como este?”

“No estabas en las provincias Yasuki antes de que el Emperador tomase el trono,” dijo el yojimbo. “No has visto como trasformó mi hogar. Bebe conmigo. Celebra su memoria.”

Naoya le miró durante un momento, luego aceptó la copa y bebió. El enorme guerrero bajó la mirada un momento, extrañamente introspectivo. “Habrán tiempos oscuros por delante,” dijo malhumoradamente.

Naoya no podía estar en desacuerdo.

 

           

La carretera entre Nikesake y Shiro Shiba


            Shiba Mirabu no tenía prisa en particular. Había muchas cosas aguardando su atención a su llegada a Nikesake, por supuesto, pero nada tan importante como para que una hora adicional causase dificultades. El tiempo en solitario en la espesura, sin embargo, siempre mejoraba su humor y hacía que sus deberes fluyesen más fácilmente. Era un pequeño sacrificio, una indulgencia menor que se permitía de cuando en cuando. Le ayudaba a mantener su compostura durante los tiempos más estresantes.

Y parecía que estaba en la cúspide de uno de esos tiempos estresantes ahora. No había noticias de los samurai que habían acompañado al Campeón Esmeralda a las Tierras Sombrías en la búsqueda del Emperador, y había pasado mucho tiempo. Lamentaba ahora haber mandado solo a Aikune, pero en su momento le pareció la única opción lógica. Solo hace dos días, había considerado mandar fuerzas adicionales con la esperanza de encontrar a los otros, pero Isawa Sezaru había recomendado en contra.

Sezaru. Incluso el nombre hacía fruncir el ceño a Mirabu. El hombre se estaba volviendo cada vez más inconstante, y parecía que nadie más podía verlo, o al menos nadie lo reconocería. Para Mirabu estaba claro que el clan tenía una peligrosa serpiente aferrada a su pecho, y temía que les mordiese en el momento en el que menos podían permitírselo.

¡Aikune!

El dolor atravesó su cabeza con tanta súbita intensidad que al principio Mirabu pensó que le habían disparado una flecha. Se tambaleó en la silla, con una mano aferrando las riendas y la otra presionando su rostro, con sus dientes fuertemente apretados.

Aikune, ¿Eres tú?

Mirabu gimió en agonía y perdió el equilibrio. Chocó contra el suelo con un golpe que podía romper huesos que apenas advirtió. Se arrancó su casco y cubrió su rostro con las manos, luchando contra el dolor que le atravesaba como un rayo.

¡Aikune!

“¡No soy Aikune!” Gritó entrecortadamente Mirabu. “¡Detente!”

No eres tú. La voz estaba ahora más tranquila, y el dolor empezó a disiparse. Pensé que eras tú. ¡Duele demasiado, estoy confundido!

“¿Quién habla?” Jadeó Mirabu, forzándose a si mismo a ponerse en pie. Echó un vistazo alrededor, buscando a alguien. “¿Que sabes de Aikune?”

¡Se ha ido! Gimió la voz. ¡Se ha perdido! No lo puedo encontrar en ningún lado. ¿Por qué me ha dejado al igual que hizo Padre?

Mirabu frunció el ceño y trató de ignorar el dolor. La voz no venia por ningún lado que pudiese identificar, pero estaba resonando en su mente. Eran como pequeñas dagas atravesando su cabeza. La voz estaba frenética, casi en completo pánico. Había escuchado el mismo tono en el campo de batalla, de soldados heridos al borde de la locura. “¿Deseo?” Preguntó. “¿Eres tú?”

La voz se detuvo instantáneamente. Te conozco, dijo. Te he visto antes. Eres uno de los que Aikune llamaba hermano. Él me llamaba así también. Se detuvo durante un momento. ¿Somos hermanos entonces?

“¿Donde está Aikune?” Presionó Mirabu.

Se ha ido. El pesar en su voz era casi insoportable. Perdido para mí.

A pesar del dolor, Mirabu bajó su cabeza y luchó contra el lamento que amenazaba con abrumarle. “Ido,” dijo. “Lo siento. Sé lo… lo cercanos que erais los dos.”

Si. La voz parecía soñadora, casi distraída. Tú eres Mirabu. ¿Puedo llamarte hermano, entonces?

“Si quieres,” dijo ausente Mirabu. No estaba seguro de cómo proceder. El Deseo era un artefacto de poder casi ilimitado, y con él libre de un vínculo con un humano, no estaba seguro de cómo reaccionaría ni ante una conversación casual. “Si te gustaría, sí.”

¡Gracias!

Una ardiente sensación bañó a Mirabu de repente, como si hubiese sido consumido por la rabia de un shugenja loco. Floreció en su pecho y surgió a través de sus miembros con un destello, ardiendo desde el centro de su ser hasta la punta de sus dedos. Abrió su boca para gritar en impía agonía, pero tan pronto como comenzó, se terminó. El Campeón Fénix cayó de rodillas, jadeando por la intensidad de la sensación. “¿Deseo?” jadeó.

Estoy aquí, dijo la voz. Estaba más cerca ahora, tan cerca que no podía distinguir la voz de sus propios pensamientos. Gracias por ayudarme. No sabía si podría recuperarme de la batalla por mi mismo. Necesito tiempo para descansar, y necesito a alguien que me proteja mientras estoy debilitado.

“¿Qué has hecho?” Preguntó Mirabu, bajando su mirada a sus brazos y pecho con horror. Eran los mismos que habían sido solo hacía un momento, y sin embargo sentía que había algo fundamentalmente diferente en un nivel que apenas podía comprender.

Tus pensamientos están preocupados, dijo el Deseo. Dime, Mirabu… ¿Quien es Sezaru?