Una Saga Olvidada

1ª Parte


por Shawn Carman
Editado & Ayuda de Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki y Tsuruchi Trigun



Ryoko Owari Toshi, hace muchos años


            En una ciudad definida por el vicio y las mentiras, era algo sencillo encontrar una casa de perdición. Solo había que tirar una piedra en cualquier dirección, y luego ir a ver lo que había golpeado. Lo más habitual era que alguna forma de debilidad se vendiese allí, ya fuera sake, carne, o cualquiera de otra docena de vicios. Solo el llamado Barrio Noble, el hogar de los samuráis que llamaban a la ciudad su hogar, se libraba. Por lo que fue con algo de incomodidad con que Doji Tanitsu se encontró en un incómodo rincón de una bastante desagradable casa de sake en algún lugar del Barrio de Mercaderes. Había considerado irse hacía una hora, pero enfurruñadamente se había dado cuenta que no estaba seguro como volver solo al Barrio Noble, por lo que ahora esperaba a que se compañero finalmente llegase a saciarse.

Sin mediar palabra, Kaneka acabó con otra taza de sake, y luego la golpeó contra la mesa con una fiera sonrisa. El joven llevaba bebiendo bastante tiempo, pero no mostraba muestras de intoxicación, a parte de una mirada algo salvaje. “¡Bebe otra vez, Grulla!” Dijo con exuberante expresión. “Después de todo, ¡lo estamos celebrando!”

Tanitsu sonrió y señaló a un trío de tazas vacías que tenía ante él. “Conozco mis límites, Kaneka-san,” dijo. “Prefiero no excederme en lugares públicos.”

“Bah,” Kaneka se burló. “¡Mañana viajaré al lugar de origen de mi padre y tomaré mi lugar entre su antigua familia! ¡Tengo mucho que celebrar!”

“Y parece que conocerás al legendario Akodo Ginawa con la visión borrosa y un dolor de cabeza,” dijo irónicamente Tanitsu.

Kaneka rió un poco demasiado fuerte, haciendo que los demás clientes le mirasen. “Eso es lo que me gusta de ti, Tanitsu,” dijo. “Tu humor puede ser bastante letal. Quizás, si más Grullas decidiesen dejar a un lado su perfumada vejiga y se centrasen en llegar al fondo de la cuestión, serían más queridos por los otros clanes.”

La sonrisa de Tanitsu desapareció un poco, pero no dejó que le desanimase la mal fraseada alabanza del joven guerrero. “He disfrutado el tiempo que he estado en la ciudad, Kaneka-san. Excluyendo las condiciones actuales, claro. Pero debo agradecerte esta oportunidad. Tu historia la querrá leer todo el Imperio.”

Kaneka gruñó sin pronunciar palabra. “Y este épico trabajo tuyo… ¿cómo se llamará?”

“Creo que ‘el Hijo Olvidado,’” contestó Tanitsu. “El título tiene algo poético.”

Kaneka pensó durante un momento, y luego asintió. “Me gusta como suena. Me recuerda a el tiempo que estuve con la Tormenta, que Emma-O guarde sus almas.”

Tanitsu asintió. “¿Has hablado con los demás desde… el incidente?”

“Muy pocas veces,” dijo Kaneka, con el semblante sombrío. “Quedamos muy pocos.” Miró interrogativamente al Grulla. “¿Por qué has venido hasta aquí?”

Tanitsu miró a las botellas de sake con desagrado. “Apenas me dejaste otra elección, Kaneka-san. Hubiese preferido que los cocineros preparasen algo.”

“No,” dijo Kaneka. “¿Por qué has venido hasta aquí?”

Tanitsu consideró la pregunta durante un momento. “No estoy seguro,” admitió. “Supongo… supongo que porque conozco muy bien a tu familia, necesitaba saber si era verdad. Necesitaba saber si de verdad eras el hijo del Emperador.”

“¿Y?”

Tanitsu sonrió. “Y creo que la historia que me has contado es verdad.”

“La pregunta,” continuó Kaneka, “es si alguien deseará leerlo.”

“No se puede saber,” musitó Tanitsu. “Creo que al menos será bastante popular en algunos círculos.”

Kaneka se sirvió otra taza. “¿Y los otros hijos de mi padre?”

Tanitsu levantó una ceja. “¿Querrás decir tu hermana y tus hermanos?”

El guerrero se encogió de hombros. “Si quieres llamarles así.”

Otra vez, Tanitsu se detuvo para considerar su respuesta. “No lo sé,” contestó finalmente. “¿Te importa lo que ellos piensen?”

“Tampoco lo sé,” murmuró Kaneka. “Es difícil no ofenderse ante su actitud. Siento que he estado solo toda mi vida. El pensar que he tenido durante todo el tiempo unos hermanos… es difícil de aceptar.”

Tanitsu se echó hacia delante. “Si tu hermana hubiese sabido de tu existencia, te hubiese encontrado. Sé que lo hubiese hecho.”

Kaneka sonrió. “Los Escorpión revelaron mi parentesco hace seis meses. Desde entonces, los únicos que han venido a verme has sido tú y los representantes del Clan León. Nadie de la casa del Emperador siquiera me a escrito una carta.”

“Están muy ocupados en la capital,” ofreció Tanitsu.

“Demasiado ocupados para la familia,” dijo Kaneka. Miró hacia la puerta, escuchando como la lluvia golpeaba la vieja madera. “Siempre pensé que si hubiese tenido una familia, todo hubiese sido diferente.”

“Kaneka,” empezó Tanitsu.

El guerrero se levantó de repente, sus piernas golpeando levemente la mesa. Desparramó un puñado de monedas sobre la mesa. “Cuenta tu historia,” le dijo al Grulla. “Diles quien soy.”

“Lo haré.”

Kaneka miró fijamente a su amigo, sus ojos no mostraban señal alguna de la intoxicación que los había empañado hacía solo unos momentos. “Cuando todo el Imperio conozca mi nombre, quiero que comprendan la magnitud de mis logros.”

 

           

Nanashi Mura, año 1148


            El poblado de Nanashi Mura era bastante bonito en el invierno. Kaneka había pasado la mayoría de sus inviernos en el bosque, con muy poco a lo que llamar paisaje del que disfrutar. En comparación, la vista de las brillantes llanuras cubiertas de nieve al sur, y los lejanos picos blancos del noroeste parecían impresionantes. Por supuesto, podría ser una cuestión de apreciación. Kaneka sonrió mientras corría calle abajo. Parecía como si recientemente pudiese ver la belleza en casi todo. Ayer mismo, durante un breve momento, creyó haber visto uno de los símbolos de Benten en un plato de pasta. Había estado casi una hora en el dojo, llamándose estúpido durante todo el tiempo.

Kaneka entró en la más famosa casa de geishas del poblado, agarrando con fuerza un pequeño paquete. Sonrió a las jóvenes que esperaban en el salón abierto al público, varias de las cuales rieron abiertamente y le saludaron a su vez. La señora de la casa no fue tan amable, y su expresión era de amarga familiaridad. “Hola, Kaneka-san,” dijo sin rastro de amabilidad. “Que maravilloso es volverte a ver. ¿Qué puedo hacer hoy por ti?”

Kaneka no pudo evitar sonreír a pesar del mal humor de la mujer. “Por favor, me gustaría ver a Sachina.”

La expresión de la mujer no cambió. “¿Y supongo que tienes el dinero para una visita así?”

“No,” admitió Kaneka, “pero he traído un regalo.” Sabía que a veces a los clientes se les permitía pagar por la compañía de una geisha con regales, en vez de con dinero. “Estoy seguro que a ella le gustará.”

La mujer puso una leve mueca de asco, pero le hizo un gesto para que entrase. “Ahora mismo no tiene invitados, y por razones que no comprendo totalmente, ella parece disfrutar con tu compañía. Ve, dale tu regalo, pero se rápido. Dentro de poco ella tiene una visita.”

Kaneka sonrió y se inclinó rápidamente, luego corrió por el pasillo hasta la lujosa suite donde Sachina vivía. Sin duda, ella era la geisha más célebre de todo el poblado, y Kaneka incluso había oído hablar de ella en las aldeas circundantes mucho antes de conocerla. Los hombres hablaban de ella como si fuese la propia Benten, pero no había entendido porque hasta que la conoció. Ahora, finalmente, sabía porque, aunque no podía entender porque ella parecía disfrutar con su compañía. Quizás eso era lo único que él y la señora de la casa tenían en común.

Golpeó levemente en el cerco de madera del panel de shoji que separaba las habitaciones de Sachina del resto de la casa. “¿Sachina-chan?” Preguntó en voz baja. “¿Estás despierta?”

“Entra,” contestó ella. Su voz era como el sonido de repicar en una calurosa mañana de primavera, y Kaneka sintió como su estómago se agitaba al oírlo. Abrió, deslizándolo, el panel, y ahí estaba, arrodillada sobre un cojín, estudiando una selección de sus instrumentos musicales preferidos. Sonrió al verle. “Kaneka-kun.”

El honorífico afectivo hizo que Kaneka sintiese como que podía hacer cualquier cosa. “Hola,” dijo con una ridícula sonrisa. “Estás adorable esta mañana, como siempre.”

“Gracias,” dijo Sachina, enrojeciendo un poco. Kaneka nunca había conocido a nadie que se sonrojase ante el más mínimo halago. En su opinión, era de sus cualidades más adorables. “No te esperaba esta mañana.”

“Quería venir y ofrecerte un regalo,” dijo ansiosamente. Hubiese querido ser más juguetón en la presentación de su regalo, pero como siempre, solo el verla le hacía decir niñerías. “Finalmente he encontrado algo que creo que es digno de una mujer tan guapa.”

Los ojos de Sachina se iluminaron al escuchar la palabra regalo. “¡O, Kaneka! Eres demasiado generoso. No puedo aceptarlo.”

Kaneka mostró en su cara desesperación, y bajó algo sus manos. Sachina estalló en su adorable risa al ver su cara. “¿Recuerdas?” Preguntó ella. “Tienes que rehusar dos veces un regalo para mostrar que crees en la sinceridad del que te lo regala. ¡No olvides tan fácilmente mis lecciones!”

“O,” dijo. “¡Bien! Entonces, insisto. Nadie más merece algo tan adorable.”

“El único regalo que necesito es tu compañía,” le respondió ella.

Pensó durante un momento, luchando por responderla con algo inteligente, pero ese juego no estaba hecho para él. “Por favor, tómalo,” dijo finalmente.

Ella sonrió. “¡Solo sé que me encantará!”

Totalmente incapaz de borrar la sonrisa de su cara, Kaneka la ofreció el paquete, cuidadosamente envuelto en papel. Ella lo cogió con sus delicados dedos y lo desenvolvió lentamente, mostrando el bello netsuke que había dentro. Se había gastado casi todo lo que poseía en el, pero la expresión de ella valía eso y mucho más. “Espero que te guste,” dijo. “Es la única cosa que he visto en este poblado que se pueda siquiera comparar contigo.”

“¡O, Kaneka,” dijo ella sin aliento, “es maravilloso! ¡Gracias!” Ella pasó un dedo por el mentón de Kaneka. Fue algo parecido a un relámpago. “Eres tan detallista.”

El estómago de Kaneka dio vueltas. Este era el momento. “Pensé… me pregunté…” se detuvo y aclaró la garganta, maldiciéndose ante su propia torpeza. “Pensé que quizás lo aceptarías como… un regalo de bodas.”

Sachina le miró con una sonrisa, confusión en sus ojos. “Pero Kaneka-kun, no me voy a casar. ¿Quién te ha podido decir una cosa así?”

El puso una mueca de dolor y se mordió algo el labio. “Quería decir que quizás… podría ser mi regalo a ti, por nuestra boda.”

Sachina se rió un poco, poniendo su mano sobre su pecho, justo debajo del cuello. “O, Kaneka-kun, no seas tonto. No nos podemos casar.”

Algo dentro de Kaneka se marchitó y murió. “¿Por qué no?”

La joven geisha se rió con mayor fuerza. “¡No seas tonto! Si me casase contigo, ya no podría trabajar. ¿De dónde sacaríamos el dinero? Apenas te puedes alimentar a ti mismo, y para ser francos, no te he estado cobrando el precio normal que me pagan por mi compañía.” Ella sonrió. “Pero me gustas, por lo que supongo que eso no importa.”

“¿Dinero?” Preguntó tontamente Kaneka. “¿Qué importa el dinero? Nos amamos.”

Finalmente, la expresión de Sachina cambió, su sonrisa convirtiéndose en una expresión de pena y tristeza. “Kaneka,” dijo en voz baja, “no te engañes. Mi trabajo es asegurarme de que cada hombre crea que le amo. Pensaba que quizás tú lo entenderías. Disfruto con tu compañía, eso es verdad, ¿pero amarte? No seas ridículo.

Kaneka cayó rudamente sobre uno de los cojines. “Pensaba… no lo entiendo.”

“Eres el único cliente que tienes una edad parecida a la mía,” le explicó ella. “Disfruto hablando contigo porque no sabes nada sobre poesía, o literatura, o la corte. No tengo porque fingir interés en cosas que no me interesan. Y tú… eres como un niño, con tantas ganas de aprender. Cada pequeña cosa que diga sobre las artes, lo absorbes como un niño hambriento. Hace que me sienta importante.”

“Te gusto porque hago que te sientas importante,” repitió él. “No estás interesada en casarte conmigo.”

“Me gustas,” dijo Sachina. “Quizás en las circunstancias adecuadas, podríamos ser felices. Pero yo nunca podría ser feliz pobre, Kaneka. ¿Y quién eres tú? Eres solo un ronin, un chico que no conoce a su padre. Tengo magistrados que me visitan. Hombres importantes y con un estatus social. Algún día, quizás incluso un Imperial me visitará. Entonces, quizás, me casaré. Pero no antes. El amor es una malísima razón para casarse.”

“Una malísima razón para casarse.”

“Si. Estatus, riqueza, poder… esas son las únicas rezones para que alguien como yo deje a un lado una vida de lujos por la pesadez del matrimonio.” Se detuvo, recuperando el sentido por un momento. “¿Estás bien, Kaneka?”

“Si,” dijo automáticamente.

“No te enfades,” dijo ella. “No hay razón por la que no podamos seguir viéndonos. Como te dije, disfruto con tu compañía. Y quizás te pueda ayudar. El mes pasado empecé a recibir a un magistrado Dragón. Estoy segura que puedo conseguir que te ofrezca un puesto de yoriki, si quieres. Quizás tengas que empezar como doshin, por supuesto, pero con tu inteligencia…”

“No, gracias,” dijo Kaneka, levantándose. “Siento haberte hecho perder el tiempo, pero estoy seguro que no malgastaré más el mío.”

La cara de Sachina se volvió solemne. “No seas un tonto ingenuo,” le regañó. “Solo porque no entiendes como funciona el poder en el Imperio, no pierdas las oportunidades que tengas. Debes aferrarte a lo que quieres, Kaneka. Nadie te ofrecerá algo por nada. Nadie.”

“Adiós,” dijo él simplemente, y abandonó la sala.

 

           

Aldea Amistosa con el Viajero, año 1149

 

Kaneka sostuvo su espada delante de él, su borde plano se reclinaba contra el espacio de la carne entre su pulgar y dedo índice izquierdo. Miró fijamente el reflejo en el acero, una distorsionada vista de sus ojos era la única cosa visible sobre la línea de las marcas que fluían a lo largo de su longitud. Miró fijamente durante varios largos momentos antes de cambiar de posición la espada en una postura tradicional del kenjutsu, uno de los primeros que él había aprendido. Respiró profundamente, buscando su centro y el intentando calmar su preocupado espíritu.

El hombre joven que estaba parado en el umbral a su humilde habitación cambió de posición, incómodo. “Esto es un error,” observó.

“No” Kaneka insistió. “Esto es algo que tengo que hacer.”

”No puedes ganar.”

Kaneka se volvió hacia su amigo, una expresión de molestia en su cara. “¿Es tanto el pedir tu apoyo? ¿Es tu opinión sobre mi tan mala, Okahito?”

El otro joven ronin levantó sus manos en una expresión de exasperación. “¿Estás totalmente seguro? Él tiene más experiencia que tu. Es más grande, más fuerte, y tiene mejor conocimiento de su terreno. ¿Qué ventaja puedes decir que tienes?”

Kaneka metió sus espadas en su obi. “Mi causa es justa.” 

Los ojos de Okahito se abrieron de par en par. “En los seis meses que hemos estado viajando juntos, ¿qué has visto que indique que a los justos se les recompensa por sus esfuerzos? ¿Fue cuando Tomaru fue ejecutado por robar alimentos para su hija? ¿O cuándo mi hermano murió de la plaga por trabajar fuera en invierno para que no muriéramos de hambre?”

Kaneka sacudió su cabeza. “Yo no puedo irme. La gente de esta aldea necesita ayuda.”

“¿Piensas que te ayudarán?” Demandó Okahito. Casi estaba gritando.

“No lo sé,” contestó Kaneka. “Yo solo sé que no puedo irme. La guerra está destrozando el Imperio, y no puedo hacer nada. Pero aquí, puedo parar la brutal tiranía de un hombre. ¿Me debería ir? No lo creo. Yo no abrazaré la debilidad y la mediocridad. Nunca.”

Okahito cerró los ojos. “Morirás.”

“Estoy dispuesto a arriesgarme a morir si es la única manera de vivir de verdad,” dijo Kaneka. “¿Vendrás conmigo?”

El otro ronin sacudió su cabeza, y luego suspiró. “No veo que tenga otra opción.”

Los dos jóvenes ronin salieron del mesón a la fresca noche fresca de primavera. Ninguno de los dos habló mientras iban hacia el centro de la aldea. Había muy pocos en las calles a pesar de la relativamente temprana hora. Kaneka había viajado a través de gran parte del Imperio, y aunque sus viajes habían disminuido desde que empezó la Guerra de los Espíritus, sabía lo suficiente como para saber que esta aldea era extraña. La gente necesitaba olvidarse de sus miedos durante la guerra. Las calles deberían estar llenas gente riéndose, bebiendo, y generalmente intentando escaparse, especialmente en una aldea tan rica como ésta. Pero no lo hacían. Permanecían dentro, ocultos, temerosos por su seguridad y el bienestar de sus familias. Era algo extraño, pero que Kaneka había llegado a entender durante su corto plazo en la Aldea Amistosa con el Viajero.

La Casa de las Hojas Negras era una de un puñado de casas de sake que había en la aldea. No era la mejor de la aldea, pero como fuente del mejor sake del Imperio, cada casa en la Aldea Amistosa con el Viajero era excepcional. Kaneka se preparó y entró.

El interior de la casa estaba bien iluminado y olía débilmente a mariscos recién preparados. Había solamente un puñado de clientes, cada uno sentado ante su mesa y ocupándose de sus asuntos, aunque Kaneka se imaginaba que se tensaron cuando él entró, y luego se relajaron al ver quien había venido.

“No está aquí,” dijo Okahito. “Vámonos.”

“Vendrá,” dijo Kaneka. “Siempre viene a este lugar.”

Las palabras de Kaneka fueron proféticas. Menos de media hora después de que los dos ronin se sentaran y pidieran una simple comida de arroz y té, el umbral de la casa de sake se abrió, y entró otro cliente. Sin embargo, este no era un hombre vulgar. Le sacaba más de medio metro de altura al hombre más alto del edificio, y tuvo que agacharse literalmente para entrar en el cuarto. Su pecho estaba descubierto a pesar del aire fresco de la noche, y no por primera vez, Kaneka se preguntó si el hombre deseaba enseñar su constitución, o si era simplemente imposible encontrar ropa que podría caberle a un precio razonable.

“¡Kyubei!” Gritó el hombre. “¡He estado todo el día fuera mirando si venían los exploradores del Crisantemo de Acero! ¿Dónde está mi duramente ganada cena?”

Un pequeño hombre emergió de la cocina, con la cara roja y llevando una bandeja con todo tipo de buena comida. Él se dio prisa en llevarlo a una mesa grande y la dejó suavemente. “Perdonad mi tardanza, Masakazu-sama,” dijo. “¿Esta noche le gustaría su sake caliente o frío?”

“¡Idiota!” Rugió Masakazu. “¡Los hombres de verdad beben su sake helado! ¿Cuántas veces debo decírtelo?”

El mesonero se puso un poco más rojo. “Yo…. yo lo siento, sama. Usted lo pidió caliente ayer por la noche, y no estaba seguro….”

“¡No discutas conmigo!” Rugió el inmenso hombre, lanzando un plato seleccionado aleatoriamente al mesonero. “¡Helado! ¡Y debes traerme una buena botella esta vez! No beberé la misma agua de lavar que bebe el resto de estos hombres.” Hechó un vistazo alrededor del cuarto con aire de satisfacción, y entonces su mirada recayó en Kaneka. Su sonrisa se ensanchó considerablemente. “Bien, hola, pequeño lobezno. ¿Saliste esta noche para beber con los adultos?”

“Algo parecido,” dijo Kaneka fríamente.

El tono de voz de Kaneka no le pasó desapercibido al gigantesco ronin. La sonrisa de Masakazu desapareció levemente, y sus ojos se tornaron duros. Miró a Kaneka en silencio durante varios minutos, quizás evaluándolo como potencial amenaza. Finalmente, agitó la cabeza descartando al joven hombre y se volvió de nuevo a su mesa, donde el mesonero acababa de dejar una fresca botella de sake. “Tardaste demasiado tiempo,” se quejó. Su sonrisa volvió casi inmediatamente. “¿Está tu hija mayor trabajando esta noche? Pienso que me gustaría tener algo de conversación durante mi cena.”

“Ella está en casa, descansando,” dijo el mesonero en voz baja.

“Ve a por ella,” dijo Masakazu dijo mientras empujaba una masa de tallarines a su boca. “Ahora.”

”Ella ha estado enferma,” protestó el mesonero. “Necesita reposo.”

“Ahora,” repitió Masakazu. Su tono no admitía llevarle la contraria.

“¿Necesitas tener cerca a una sirvienta a la que ordenar?” Preguntó Kaneka en voz baja. “¿Para hacer que te sientas como un hombre?”

Toda la habitación se quedó inmóvil. Nadie se movió o habló, o incluso se  atrevió a respirar. Masakazu dejó sus palillos. “¿Tienes algo que quieras decir, cachorro?” Preguntó. “Sé que te crees un valiente guerrero ronin. ¿Has decidido ver si tienes razón?”

“Lo que he decidido es que has acobardado a la gente de esta aldea durante demasiado tiempo,” contestó Kaneka. “Estoy cansado de verte hacer lo que te da la gana. Alguien necesita enseñarte una lección.”

La cara de Masakazu mostró una sonrisa encantada. “¿Vas a ser tú el profesor?”

Kaneka se levantó de su asiento. “Si no queda otro remedio.”

Masakazu rompió en una risa que resonó por la casa como un trueno. Kaneka sentía la sangre elevándose hacia su cara, y podía oír el latido de su corazón en sus oídos. Sus manos se crisparon, incontrolables, y antes de que él se hubiese dado cuenta, su espada estaba en su mano y él se lanzaba a través del cuarto, un inarticulado ruido salvaje surgiéndole de su garganta.

Su oponente se movió con una velocidad que Kaneka habría pensado imposible para un hombre de su tamaño. Evadió el ataque y golpeó hacia fuera con un puñetazo que podría haber roto una piedra. El golpe rozó el brazo de Kaneka, y el dolor corrió por su brazo. Sintió como su espada caía de entre sus dedos inútiles. Consiguió lanzarse a la izquierda para evitar el siguiente golpe de Masakazu, pero el gran hombre grande se rió con ganas a pesar de todo. “Voy a romperte, cachorro. Si sobrevives, habrás conseguido ser más sabio.” 

Kaneka apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que quizás Okahito había tenido razón mientras intentaba moverse para evitar la ráfaga de golpes que su enemigo le lanzaba. Saltó, se agachó y esquivó, sintiendo como se movía el aire alrededor de él cuando evitó por poco una serie de salvajes golpes, cualquiera de los cuales podría fácilmente haber roto huesos. El sonido de la madera que se rompía mientras Masakazu destruía todo lo que había en su camino intentando alcanzar a Kaneka era ensordecedor. Por un momento, creyó haber oído como se abría la puerta y se preguntó ocioso si alguien había venido en su ayuda, pero por supuesto eso era absurdo. Nadie en esta aldea se enfrentaría a Masakazu. Desesperado, Kaneka agarró una botella medio vacía de sake y la lanzó ciegamente. Le recompensó el sonido de un ruido sordo y un gruñido de dolor, seguido por una breve interrupción en el asalto que él estaba sufriendo.

“Esto te costará,” dijo Masakazu, mientras limpiaba una delgada línea de sangre que goteaba del corte que tenía sobre su ojo. No había cólera en su voz.

“Kaneka,” voz dijo una débil voz. Kaneka levantó la vista, sorprendido, al igual que Masakazu. Cuatro hombres habían entrado en la casa durante su breve pelea. Estaban tanto armados como tenían armadura, y el símbolo del Crisantemo de Acero estaba blasonado en sus hombros. Tres tenían sus espadas desenfundadas. El cuarto agarraba a un pálido Okahito por el hombro. El abdomen del joven ronin tenía una mancha de sangre que cada vez era mayor. “Kaneka,” repitió, su voz más débil.

“¡Okahito!” Dijo Kaneka, una segunda oleada de energía llenando sus miembros. “¿Quiénes sois?” Exigió a los hombres. “¿Qué habéis hecho?“

“Tú eres el llamado Kaneka,” dijo el líder, dejando caer al moribundo ronin al suelo. “Vendrás con nosotros, o morirás aquí. La opción es tuya. Este magistrado de la aldea eligió mal. Espero que tu demuestres ser más inteligente.”

 “Yoshi?” dijo Masakazu, su voz extrañamente sorprendida. “¿Tú mataste a Yoshi?”

“Silencio, bruto,” ladró el hombre. “¿Cuál es tu decisión, Kaneka? Elije rápidamente, o elegiré por ti.”

“Conozco a Yoshi desde que éramos niños,” dijo Masakazu en voz baja. “¿Te atreves a entrar en mi hogar y matar a mis amigos? ¿Te atreves a levantar tu espada contra la gente de la Aldea Amistosa con el Viajero?”

A pesar de las circunstancias, Kaneka miró fijamente a Masakazu con incredulidad. Había visto al ronin menospreciar, insultar, y golpear al pusilánime magistrado de la aldea en más de una ocasión, ¿pero ahora él estaba a punto montar en cólera porque lo habían matado? No tenía ningún sentido.

“Esto me cansa,” dijo el oficial. “Matar a todos los que hay en el edificio y quemarlo,” ordenó.

 “¿Te atreves?” Chilló Masakazu. El enorme hombre se lanzó a través del cuarto con la misma velocidad que Kaneka había visto solamente momentos antes. Estaba encima del enemigo antes de que pudiesen reaccionar. Sus manos estaban sobre el primer cuello del primer hombre en el tiempo que latía una vez el corazón, y lo tiró de el con tanta fuerza que el sonido de su rotura resonó como un grito. “¡Muere!” Gruñó.

Kaneka cogió su espada del suelo y se lanzó a la lucha. Bloqueó el primer ataque de su oponente e intentó un contragolpe, pero fue enviado lejos de un golpe casi circunstancial. Él y el soldado intercambiaron golpes durante un momento, cada uno intentando encontrar una abertura en la defensa del otro. Un segundo de vacilación costó a Kaneka sentir como la espada del soldado se hincaba profundamente en su hombro, pero no alcanzó el hueso y no parecía haber cortado algo vital. Kaneka rechinó los dientes por el dolor y luchó para aclarar su visión, ignorando las lágrimas de dolor que brotaron en sus ojos. Bajó su espada en un golpe desde arriba que su opositor bloqueó fácilmente, entonces golpeó con todas sus fuerzas al hombre con el pie en la ingle. El grito de dolor le satisfizo enfermizamente, y Kaneka aprovechó la distracción del hombre para darle el golpe de gracia.

Girándose para encontrar a otro oponente, Kaneka apenas evitó el cuerpo de un segundo soldado, que volaba. Masakazu había machacado al hombre con un feroz abrazo, y luego le desechó como una botella vacía. Este rompió una mesa al aterrizar, y no se movió de la posición en la cual había aterrizado. Solamente el oficial, el hombre que había matado a Okahito tan despreocupadamente, permanecía en pie, y él y Masakazu estaban frente a frente con intenciones asesinas. A pesar de su superior fuerza, el enorme ronin estaba en desventaja. Estaba desarmado, y Kaneka podría decir por la postura del otro hombre que no era ningún novato en los asesinatos.

El soldado se lanzó, y Masakazu lo evitó, pero por poco. Evitó golpe tras golpe, en una irónica repetición de la danza que él y Kaneka acababan de tener solo hacía unos momentos. El inmenso hombre agarró una mesa y la sostuvo en alto como escudo. El oficial atacó, pero el ronin alteró a última hora la posición de la mesa de modo que la espada tuviera que cortar a través de su longitud. La espada se atoró, aunque solo por un momento.

Kaneka no vaciló. Él saltó a través de la corta distancia que separaba a los dos y atacó. Su espada cogió al hombre en el mentón y terminó con su vida en una húmeda muestra de sangre y dientes. Los dos ronin se quedaron quietos, jadeando, mirándose con incertidumbre.

Masakazu se levantó y miró alrededor, no prestando a Kaneka casi ninguna atención. “¡Kyubei!” Dijo en voz alta. “Kyubei, ¿estás bien?”

Tras un momento, el pequeño mesonero surgió de la cocina, su cara lívida por la destrucción de su lugar de negocio. “Estoy aquí,” dijo débilmente.

Masakazu echó un vistazo a su alrededor. “Nadie puede saber que sucedió aquí. Si los hombres del Crisantemo de Acero descubren que estabas aquí y que no procuraste ayudarles, te matarán a ti y a toda tu familia.”

La cara del hombre se volvió aún más pálida. “¿Qué… qué debo hacer?”

Masakazu cogió una bolsa de su cinturón y se la tiró. De la manera que el pequeño hombre la cogió y el ruido que hizo, estaba llena de monedas. “Quema todo, como él dijo,” explicó. “Di que oíste luchar mientras estabas durmiendo arriba, y que bajaste a ver qué sucedía. El fuego ya había comenzado, y huiste con tu familia. Nadie podrá decir otra cosa, y estarás a salvo.”

El hombre asintió. “Lo haré.”

Masakazu se volvió hacia Kaneka, quién se preparó levemente, inseguro de las intenciones del otro hombre. “Lo siento por tu amigo,” dijo. Él se detuvo brevemente durante un momento. “Ni siquiera sé tu nombre.”

“Kaneka,” contestó instintivamente.

“No sé porque te buscan, Kaneka,” dijo Masakazu, “pero si el Crisantemo de Acero te quiere muerto, entonces no eres enemigo mío. Necesitas irte, y rápido. Esta noche. Muy pronto vendrán más.”

“¿Por qué?” Dijo Kaneka “Yo nunca me había enfrentado antes a sus tropas.”

“No importa,” dijo Masakazu. “Te quieren por alguna razón, y no pararán hasta que algo más llame su atención.”

“¿Cómo?” Preguntó Kaneka.

“Como a mí, matando a otras de sus patrullas,” dijo. “Sufrirán por haber venido a mi aldea.”

Kaneka miró al hombre, confundido. “¿Por qué haces esto?”

“Nadie toma lo que es mío,” dijo Masakazu. “Nadie daña a los que están cerca de mi. No soy un buen hombre, pero protejo lo que es mío. He vivido entre esta gente desde hace años, diciendo que soy su protector. Ahora, haré honor a ese título.”

Kaneka sacudió su cabeza. “No eres lo que pensaba.”

“Yo soy lo que soy, y no pongo excusas,” dijo el hombre. “Héroe o bandido, no importa. Solamente soy verdadero a mi mismo. Nunca te olvides de eso, cachorro. Solamente puedes ser lo que eres, no lo qué otros deseen que seas.” 

 Kaneka asintió y quitó la sangre de su espada, y luego la envainó de un suave movimiento. Tenía que recoger sus cosas del mesón, pero no se iría antes de rezar por su amigo muerto. Y entonces, quizás huiría, como dijo Masakazu. O, podría buscar a los hombres del Crisantemo de Acero junto al inmenso ronin.

Después de todo, tenía que ser fiel a si mismo.

 

           

Las provincias Horiuchi, año 1150

 

Para cuando llegó a las puertas de Shinden Horiuchi, Kaneka apenas podía mantener abiertos los ojos. Estaba exhausto y débil por el viaje, y había habido muy poca comida en el camino. Tanto él como su caballo estaban en las últimas, y el templo era el lugar más cercano donde sabía que sería bienvenido. Se bajó torpemente de la silla de montar, y casi se cayó cuando aterrizó sobre la hierba, empapada por la lluvia.

Las puertas del templo se abrieron y salió una mujer, a la que observaban dos hombres armados a ambos lados de las puertas. La mujer se acercó junto a Kaneka y le intentó equilibrar con un brazo. “¿Estás bien, viajero?” Preguntó. Su voz era tan tranquilizadora como un fuego y una suave alfombrilla. “¿Necesitas ayuda?”

“He estado mejor,” admitió él, “pero siempre me alegra veros, Shoan-sama.”

“¡Kaneka!” Dijo la sacerdotisa, una amable sonrisa apareciendo en su cara. “¡No te habíamos visto desde hacía un año!” La sonrisa desapareció casi tan rápidamente. “¡Por las Fortunas, tienes un aspecto horrible!”

“Como dije, he estado mejor,” repitió Kaneka con una leve sonrisa. Se tambaleó, y por primera vez notó que calor hacía a pesar de la lluvia.

“¡Guardias!” Gritó Shoan. “¡Ayudarme a meterle dentro! ¡Y ocuparos de su caballo!”

“Yo me puedo ocupar del caballo,” murmuró Kaneka. Al terminar la frase, cayó hacia delante. Estaba inconsciente antes de chocar contra el suelo.

Kaneka se despertó de repente. Intentó sentarse, pero se dio cuenta que no tenía la fuerza suficiente. Se reclinó, lamentándose haberlo intentado mientras una oleada de malestar atravesaba su abdomen. Gimió un poco y se mojó los labios con la lengua. Rodando con cuidado sobre un costado, repentinamente se dio cuenta que una joven, de menos de diez años por su aspecto, estaba sentada en la habitación, mirándole intensamente. “Agua,” graznó. “¿Por favor, me puedes traer agua?”

La niña no hizo nada al principio, y luego cogió un vaso y se lo dio. Él se lo llevó a los labios y sintió como la fría y fresca agua se deslizaba por su garganta. Se bebió todo el vaso, y luego lo dejó en el suelo y sonrió débilmente. “Gracias,” dijo.

“¿Qué te ha pasado?” Preguntó la niña.

“La verdad es que no lo sé,” contestó Kaneka. “Viajé un largo camino. Creo que estuvo lloviendo todo el viaje, y supongo que estaba enfermo y no me di cuenta. Tenía demasiada hambre como para sentirme enfermo.”

“¿Aún tienes hambre?” Preguntó ella. “Creo que hay más sopa.”

“No,” dijo él. “No, ahora estoy bien. Gracias.”

“¡De nada!” Dijo ella con alegría. Se le acercó, la curiosidad evidente en su cara. “¿Que te pasó ahí?” Preguntó, señalando una rosada cicatriz que Kaneka tenía en su antebrazo izquierdo.

Kaneka levantó el brazo y miró fijamente la cicatriz. “Yo… estuve en una pelea. Uno de los hombres contra los que peleaba me hizo un corte con una botella de arcilla rota.” Frunció el ceño. “No es tan antigua como para haber creado una cicatriz como esta.”

“Rikako,” dijo una suave voz. “¿Qué te dije sobre nuestro huésped?”

La cara de la niña mostró desazón. “Que necesitaba descansar, y que le dejase tranquilo.”

“Eso es correcto,” dijo Shoan. “Por favor, vuelve a tus lecturas. Necesito hablar con Kaneka ahora que está despierto.”

“Vale,” dijo la niña. “¡Adiós!”

Kaneka hizo un gesto a la niña con la mano cuando esta se fue de la habitación. “Una extraña niña,” dijo. “Parece que es de las que tienen curiosidad.”

“Tiene más curiosidad de la que te puedas imaginar,” dijo Shoan con algo de exasperación. Se mesó su negro pelo, que tenía más canas tras las orejas que la última vez que Kaneka la había visitado. “Escuché lo que la dijiste. ¿En qué tipo de pelea te metiste esta vez?”

“Fue solo un… desacuerdo,” dijo Kaneka.

“¿Solo eso?” Preguntó Shoan.

“Si,” insistió Kaneka. “Yo pensaba que eran perros sin honor. Ellos no estaban de acuerdo.”

Shoan sonrió un poco. “Kaneka-san, no puedes seguir viviendo así tu vida. Cada vez que vienes a vernos, tienes nuevas cicatrices, nuevas heridas. Cada vez que te vas, yo estoy segura que morirás antes de que te vuelva a ver.”

“Hasta ahora he sobrevivido,” dijo él.

“Si, hasta ahora,” dijo ella. “Ni siquiera tienes veinte años, y tu cuerpo ya ha sido castigado más que el de la mayoría de hombres que conozco. Este tipo de vida te matará. ¿No reconsiderarás mi oferta y te quedarás con nosotros? Siempre podré usar a hombres de tu inteligencia.”

Kaneka agitó su cabeza. “No puedo. Aún no sé cual será mi vida, pero sé que no será la de un guardia, y desde luego tampoco la de un profesor.” Levantó el brazo y miró su pequeña cicatriz. “¿Cómo hiciste esto?”

Shoan miró cuidadosamente su brazo, y luego miró por encima del hombro, en la dirección en que la niña había desaparecido. “Rikako,” dijo ella, agitando la cabeza. “Es una niña bastante dotada.”

“¿Dotada?” Preguntó Kaneka. “¿Es una curandera?”

“Quizás llegue a serlo,” dijo Shoan. “¿Quién puede saberlo? Los kami la adoran, más que a cualquier otro niño de su edad que haya yo visto jamás, excepto quizás uno. Su potencial es considerable. Ya veremos lo que llegará a ser cuando crezca.”

“¿Por qué está aquí?” Preguntó Kaneka. “¿Qué les pasó a sus padres?”

“Murieron en la guerra,” dijo Shoan. “La mayoría de los niños que hay aquí comparten la misma suerte. Ella está sola.” Sonrió. “Pero supongo que todos estamos solos juntos.”

Kaneka señaló a la bolsa de viaje que estaba al otro lado de la habitación. “Hay una pequeña bolsita de monedas en mi bolsa. Cógedla, por favor. Úsadla para los niños que hay aquí.”

Shoan pareció sorprendida. “Kaneka, no tenemos mucho, pero poco necesitamos. Tu necesitas esas monedas mucho más que los niños.”

“Sé lo que significa nunca haber conocido a tus padres,” dijo Kaneka. “Yo me puedo valer por mi mismo. Ellos solo os tienen a vos.”

“Yo puedo darles lo que necesitan,” dijo ella. “Quédate con lo que te has ganado.”

Kaneka consiguió sentarse, poniendo una mueca de dolor ante su malestar. “Necesitan crecer sabiendo que hay otros,” insistió. “Necesitan saber que el mundo no les ha olvidado. Esa niña… no debería tener que soportar lo que yo he soportado.”

Shoan le urgió a que se recostara sobre la alfombrilla, limpiándole la frente con un trapo húmedo. “Si eso es lo que quieres, lo tomaré,” dijo ella en voz baja. “Pero creo que los niños aprenderían mejor tus lecciones si tu se las enseñases.”

“Les visitaré siempre que pueda,” murmuró.

“¿Entonces estás seguro que no aceptarás mi oferta?”

“Gracias, Shoan-sama,” dijo él, “pero no puedo.”

“Temía que dirías eso,” dijo ella. Sacó un pergamino de su obi y lo dejó junto a la alfombrilla. “Cuando estés bien, dentro de unos días, lee este pergamino. Es una carta de recomendación a un conocido mío. Es un sensei que acepta prometedores alumnos de vez en cuando. Quizás, si tienes suerte, te verá.”

“¿Qué sensei Unicornio aceptará a un alumno ronin?” Se preguntó Kaneka en voz alta.

“No es un Unicornio,” contestó Shoan. “Es ronin, como tú. Pocos conocen su dojo, y muchos menos son aceptados como alumnos. Me lo crucé tres veces durante la guerra. Dos veces como aliado, aunque servía a un señor diferente cada vez, y una vez como enemigos. Es muy inteligente. Creo que ambos disfrutarán con la compañía del otro.”

Kaneka miró extrañado a la sacerdotisa. “¿Por qué haces esto?”

“Porque si debes deambular por el Imperio, preferiría que estuvieses mejor equipado para sobrevivir,” contestó ella, levantándose para irse. “O, un día llegarás a mi puerta en un estado que nadie podrá tratar.” Sonrió. “Descansa, Kaneka-san. Pasarán unos días antes de que puedas volver a viajar.”

Kaneka sonrió mientras ella se marchaba. Sostenía con fuerza el pergamino con una mano, considerando todo lo que ello implicaba mientras gradualmente volvía a dormirse una vez más.