Venganza

 

por Shawn Carman

Editado por Fred Wan

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Las Llanuras del Trueno, hace tres meses

 

El sol había desaparecido del cielo hacía horas, pero el silencioso guerrero aún caminaba por las inmensas y vacías llanuras, su paso firme. Si hubiese habido alguien que pudiera ver su inquebrantable determinación, le habría dado un amplio rodeo; sus ojos mostraban signos de una ira tan grande que rozaba la locura. Caminaba sin que pareciese que notase lo que le rodeaba, atravesando la húmeda hierba sin darse cuenta, como si fuese el viento. De repente se detuvo. Sacó un pergamino de su obi y lo consultó, luego levantó la vista para mirar con curiosidad lo que le rodeaba. Asintió una vez, como si se estuviese confirmando algo, luego volvió a guardar el pergamino y sacó una mochila.

El guerrero caminó en un gran círculo, poniendo en el suelo pequeños objetos que sacaba de la mochila, y luego cuidadosamente midiendo sus pasos antes de poner otro. Esto continuó durante varios minutos antes de regresar al lugar donde había consultado el mapa, habiendo colocado en un círculo mayor, sobre la húmeda hierba, una docena de pequeños sellos. El guerrero sacó un segundo pergamino de su obi.

Y esperó.

La Dama Luna se movió lentamente hasta la mitad de su viaje cruzando el cielo, bañando las llanuras con su sobrecogedora luz. El guerrero agarró con más fuerza el pergamino, y por un momento dudó. ¿Sería éste otro fracaso? ¿Otro pecado que añadir a su letanía?

De repente el aíre se volvió frío, y una neblina surgió del suelo, ocultando de su vista todo lo que estuviese por debajo de sus rodillas. Se quedó sin respiración. Esto no era un fracaso.

Algo brilló en el centro del círculo. Al principio sólo parecía un espejismo provocado por el calor, extrañamente fuera de lugar en el frío aire nocturno. Pero luego empezó a tomar una forma más clara, aclarándose a cada momento hasta que era la transparente figura de un hombre, su cara oculta tras una máscara espectral.

“Hambre,” susurró la figura, su voz llegándole perfectamente con el viento. “Tanta hambre.”

“Aquí no hay comida para ti,” dijo el guerrero, con la voz ronca.

“En eso te equivocas,” dijo el fantasma. Corrió hacia delante, soltando un siseo terrible y ululante que rasgó el aire nocturno. Alargó las manos, las garras preparadas para cortar el carne del hombre, y luego chocó con la frontera del círculo que había él creado, y retrocedió, chillando de dolor mientras humeaba su sustancia. “¿Qué es esto?” Preguntó.

“Algo que me enseñó un Fénix,” dijo el guerrero. “Son bastante expertos en estas cosas, sabes, y les gusta hablar sobre extrañas e hipotéticas situaciones con otros que estén interesados en su área de especialización.”

“¿Quién eres?” Escupió el gaki.

“Lo que importa,” dijo el guerrero, “es quién eres tú. O mejor dicho, quién eras.” El hombre levantó el segundo pergamino. Estaba dañado, hecho jirones, y claramente había padecido humedad. La mayoría de lo escrito en el estaba manchado o había desaparecido, pero el sello que había tenido durante su uso seguía allí. Era el sello de un Imperial.

“¡Dónde conseguiste eso!” Rugió la criatura.

“Dime,” dijo el guerrero, “cómo moriste en este lugar.”

 

           

El Mikado, hace ocho meses

 

La sala, ya extrañamente callada, se volvió aún más silenciosa cuando la puerta principal se abrió de repente. Cuatro Seppun fuertemente armados, todos llevando naginatas, formaron una especie de guardia de honor alrededor de otro hombre. Este vestía con armadura ligera, pero estaba pulida hasta parecer un espejo y llevaba blasonada un anagrama Imperial. El hombre se subió al estrado al fondo de la sala y observó a los samurais reunidos con una mirada fría y firme. Era Seppun Katsura, el jefe de los magistrados Seppun y el maestro sensei del Dojo de la Hoja de Zafiro.

A juzgar por su expresión, estaba muy enfadado.

“En todos los años que llevo haciendo cumplir las leyes del Emperador,” empezó, “nunca antes había visto las acusaciones que se han hecho en esta corte. Los testimonios que he recogido incriminaban a más de una docena de los que estáis hoy aquí reunidos, pero estaba muy claro que mucho de ello eran sólo difamaciones hechas para que desconfiase de vuestros rivales.” Agitó la cabeza con repugnancia. “Algunos de vosotros habéis seleccionado chivos expiatorios que ni siquiera estaban aquí, a no ser que Moto Chagatai se haya escondido en las habitaciones de los sirvientes. Espero que, al menos, la ejecución de uno de vosotros sirva como recordatorio de qué tipo de vida debe llevar un samurai.”

Hubo un murmullo por entre el grupo. Algunos estaban horrorizados al ser reprendidos así, aunque fuese por un miembro de alto rango de las familias Imperiales. Otros simplemente miraron hacia otro lado, o escondieron su vergüenza tras un abanico. La verdad es que el incidente había sido experiencia terrible y traumática para todos, y nadie quería volver a ser parte de algo así.

“Tras considerar los testimonios de todos los involucrados, y con la considerable ayudadle magistrado Unicornio Moto Hotei,” Katsura continuó, “no tengo otra opción que concluir que el asesino no puede ser otro que Bayushi Takaharu.”

Algunos dieron un sofocado grito, pero otros asintieron. Takaharu no había hecho muchos aliados durante el tiempo que estuvo en la corte de Shogo. Por su parte, el Escorpión no mostró señal alguna de sorpresa, ni siquiera reaccionó ante el anuncio.

“Bayushi Takaharu envenenó a Shogo, que hizo que sus manos, lengua y garganta se descolorasen. Pero parece que el asesino subestimó la fuerza del Seppun, y cuando el veneno no pudo cumplir con su tarea, le apuñaló con una espada sacada de las habitaciones de Yoritomo Ryouta.” Frunció el ceño al Escorpión. “No habrá Emperador,” dijo Katsura en un tono tranquilo que claramente ocultaba una ira explosiva, “pero no hay error en su ley. Eres culpable, y tu castigo es la ejecución. ¿Tienes algo que decir? ¿Algo con lo que defenderte?”

“Has tomado tu decisión,” dijo Takaharu en voz baja. “Cualquier cosa que diga sería irrelevante. Si quieres, sigue con tu burla de la justicia. No significa nada para mí.”

“Cogedle,” dijo Katsura, y los armados guardias Seppun fueron a agarrar al Escorpión y a escoltarle fuera de la sala. No dijo nada, ni hizo amago de resistirse. El magistrado observó la sala. “Los Seppun ofrecen sus disculpas por cualquier inconveniente que podáis haber experimentado,” dijo, su tono no especialmente disculpatorio. “Por favor, sentiros libres de permanecer aquí todo el tiempo que queráis. Hotei-san, si quieres acompañarme, hablaremos de tu nombramiento al dojo Seppun.”

Y con eso, el magistrado se fue.

 

           

“Y por lo tanto fuiste ejecutado,” dijo el guerrero.

“¿Qué importa?” Dijo el gaki. “Apenas recuerdo esas trivialidades. ¡El hambre es demasiado grande! ¿Por qué me torturas con recuerdos de mi vida mortal, con memorias de un tiempo sin hambre?”

“Quiero que me hables de Gaki-do,” dijo el guerrero. “Deseo saber algo sobre el Reino de los Muertos Hambrientos.”

“¡Pregunta a tus preciosos Fénix!”

El guerrero casi sonrió. “Ah, pero esas preguntas despiertan la curiosidad, y llevan a otras preguntas, que no deberían ser contestadas. No, deseo escuchar tus respuestas.”

El gaki se rió. “Entonces ambos quedaremos insatisfechos.”

El guerrero desenvainó su espada y después sacó un pequeño lazo de su mochila. “¿Sabes lo que es esto?” Preguntó, levantando el lazo. También estaba hecho jirones y gastado. Lo ató a la empuñadura de su espada. “¿Sabes lo que puede hacer?”

El gaki se había quedado en silencio. “Un lazo espíritu de los Toritaka,” contestó. “Sí, sé lo que puede hacer.”

“Entonces sabes que puedo y te desterraré de este reino,” dijo el guerrero. “Serás enviado de vuelta a tu maldito reino, y allí residirás para siempre. Insatisfecho, como dijiste.”

“No para siempre,” dijo el gaki ceñudamente. “Con el tiempo regresaré. Décadas, quizás siglos, deberán pasar, pero regresaré.”

“No,” dijo el guerrero. “Si te destierro dejaré instrucciones. No importa el tiempo que sea, no importa cuantas vidas transcurran, cada vez que regreses al reino mortal habrá alguien como yo, esperando. Nunca volverás a alimentarte. Durante toda la eternidad sólo conocerás el hambre.”

El gaki siseó y rugió de furia, pero no podía hacer nada. “¡Qué quieres saber!” Le gritó finalmente.

“Háblame de la Ciudad Imperial,” dijo el guerrero. “Háblame de la puerta a Gaki-do que allí existe.”

Los dos hablaron durante varias horas, hasta que el amanecer amenazó justo bajo el horizonte. Cuando su conversación por fin terminó, y el gaki había contado todo lo que sabía, el guerrero finalmente asintió, y puso la invitación que sostenía de vuelta en su cinturón. “Te agradezco tu ayuda,” dijo. Se giró como para irse, y luego se detuvo. “Una última pregunta.”

“¡Hazla y márchate!” Dijo el gaki.

“¿Fuiste tú el que mató a Seppun Shogo?”

Imposiblemente, el fantasma se rió. “Pregunta a tu querido Campeón Esmeralda.”

El guerrero frunció el ceño ante esto. Se inclinó y quitó el lazo de su espada, y luego lo miró durante varios momentos. Entonces, rápidamente, como si fuese por un impulso, desenvainó un cuchillo de su cinturón y ató el lazo al cuchillo. En un fluido movimiento, se giró y lanzó el cuchillo al círculo.

El cuchillo pasó a través de la figura del gaki, por el centro de su pecho. El fantasma gritó de dolor, pero el sonido se desvaneció rápidamente cuando su figura se disipó en la fría brisa anterior al alba. Pero al desaparecer, el guerrero pudo escuchar su última pregunta. “¿Por qué?”

“Porque te odio,” gruñó Bayushi Kwanchai.

 

           

La Ciudad Imperial de Toshi Ranbo, hace dos meses

 

El centinela Shiba en el Palacio Imperial frunció el ceño y releyó los papeles que tenía entre sus manos. Miró de reojo a uno de los otros, quien se encogió de hombros, y luego se volvió hacia el inmenso Escorpión que estaba esperando. “Estos papeles fueron firmados por el Canciller Imperial, Bayushi Kaukatsu,” dijo.

“Sí,” dijo Kwanchai.

El centinela asintió. “¿Y tú sabes que el Canciller lleva muerto casi un año?”

“Intensamente,” contestó Kwanchai.

El Shiba frunció el ceño y se frotó la barbilla. “Tras su muerte, no sé si estos papeles siguen teniendo validez.”

“Por supuesto,” dijo el Escorpión. “Si me dirigís al nuevo Canciller, por supuesto intentaré conseguir nuevos papeles de él o de ella.”

Los centinelas se miraron ahora entre sí, algún tipo de silenciosa comunicación pasando entre ellos. “Ahora mismo no hay Canciller.”

“Entonces estos papeles deben ser todavía válidos,” contestó.

Todo rastro de confusión había ahora abandonado a los tres Fénix. Estaban decididos, hombro con hombro, su senda aparentemente clara. “Lo siento, Bayushi-san, pero no puedo aceptar la validez de estos papeles sin más información. ¿Cuál es la naturaleza de tu visita al Palacio Imperial? ¿Con quién buscas audiencia?”

Kwanchai dudó un momento, y luego bajó la cabeza. “¿Alguna vez habéis tenido el puesto de yojimbo?” Preguntó en voz baja.

“Por supuesto,” el bushi Shiba contestó de inmediato.

“Yo era el yojimbo de Kaukatsu-sama,” explicó Kwanchai. “Estaba con él cuando murió.”

“Ah,” dijo el centinela en jefe. Había apartado los ojos de Kwanchai, igual que los otros. “Ya… veo.”

“Sólo deseo visitar el sitio donde murió,” dijo Kwanchai. “No quiero hacerle daño a ningún ser vivo. No deseo hablar con nadie. Si queréis, podéis escoltarme al balcón donde murió. Solo deseo rezar por su alma, y pedir perdón.” Agitó la cabeza. “Sólo quiero ver por última vez donde murió.”

Los Shiba se miraron entre sí, y otra vez Kwanchai tuvo la sensación que de alguna manera se comunicaban sin hablar. Supuso que era un beneficio de haber trabajado juntos cada día desde hacía muchos años. Él nunca había tenido ese lujo. Todos los que servían a su lado morían, antes o después. Al final, siempre estaba solo.

“Tengo la autoridad de aceptar estos papeles, si eso decido hacer,” dijo finalmente el centinela en jefe. “Y los acepto. Mi yoriki,” asintió al hombre que tenía a su izquierda, “te acompañará. Acaba tu asunto y vete. Esta será tu única oportunidad. ¿Lo entiendes?”

“Sí,” dijo Kwanchai, inclinándose. “Gracias, Shiba-sama.”

El Fénix y el Escorpión no hablaron mientras se dirigían al balcón. El Shiba ni siquiera miró a Kwanchai. De alguna manera, el guerrero lo encontró refrescante; el peso de su deshonra era como una losa alrededor de su cuello, pero otros miembros del Escorpión ni siquiera lo reconocían. Era como si nada hubiese pasado. Pero él sabía lo que había pasado. Lo recordaba cada día, y soñaba con ello todas las noches. Su fracaso era como una herida que no sanaba. Al menos los de los demás clanes abiertamente lo reconocían.

Al fin ambos llegaron a la puerta que daba al balcón donde había ocurrido el incidente. El Shiba miró hacia otro lado. “Esperaré aquí,” dijo. “No deseo perturbar tus oraciones.”

“Gracias,” dijo Kwanchai, plenamente consciente que el hombre no deseaba estar en presencia de tal deshonra si podía evitarlo. ¿Qué persona que se hiciese llamar yojimbo podría? Kwanchai se inclinó un poco, salió al balcón, y cerró la puerta tras él. El guerrero sacó la misma mochila que había llevado en las Llanuras del Trueno, y empezó a sacar varias pequeñas velas. Las colocó a intervalos por todo el balcón.

Se preguntó si, cuando llegase el final, el Fénix intentaría interferir. Esperaba que no, pero no había forma de asegurarse. Colocó la última vela y luego inspeccionó el pergamino en el que había escrito sus instrucciones. Volvió a comprobar que las velas estaban perfectamente colocadas, y entonces se dio cuenta que había alguien en el balcón junto a él.

Kwanchai se giró y desenvainó su espada, colocando el lazo con su otra mano y poniéndose en una postura agresiva. Allí, flotando cerca suyo, había un espectro muy parecido a los que había visto antes. Pero su apariencia era lo único parecido. “Tranquilízate,” dijo en voz baja el espíritu. “No voy a hacer daño a alguien que lleve el sello del Escorpión. Seguro que puedes sentirlo.”

Kwanchai dudó, sopesando la espada que tenía en la mano. El poder del lazo se desvanecía rápidamente, y su potencia no duraría mucho más. Lo necesitaba desesperadamente para acabar lo que había venido a hacer. Y éste, este fantasma, parecía… diferente. No hizo súbitos movimientos. No le miraba con la misma hambruna que los demás. Parecía sereno, de alguna manera. “¿Qué eres?” Preguntó.

“La verdad es yo no puedo contestar a esa pregunta,” dijo el gaki, su voz un tranquilo susurro. “Una vez fui igual a lo que buscas, pero eso ya no es totalmente así.”

Kwanchai bajó su espada una fracción de centímetro. “¿Qué quieres?”

“Te conozco,” dijo el gaki. “Sé quien eres, alumno de Tangen. Te he observado con gran curiosidad, igual que he observado a tantos que llevan tu anagrama, en tus meses de preparación. Sé lo que deseas hacer. Lo que quiero saber es por qué.”

“Ellos mataron a Kaukatsu,” dijo Kwanchai. Su voz estaba llena de odio e ira. “Molestaron al Escorpión, y deben ser castigados. Si hubiesen sido hombres, les mataría, pero no puedo. Por lo que debo tratarles de otra forma.”

“¿De verdad desperdiciarás tan fácilmente tu vida?”

“¿Fácilmente?” Kwanchai casi estaba gritando. Afortunadamente, el balcón estaba construido pensando en la privacidad. “¿Fácilmente? ¡No tienes ni idea de lo que eso significa! ¡Debería haber muerto cien veces antes de ahora! ¡Mil! Pero la muerte nunca me alcanza. ¡Llega a los que me rodean! ¡Todos a los que toco se atrofian y mueren!”

El gaki ladeó la cabeza. “Eso no puede ser cierto.”

“Puede. Es.” Kwanchai agitó la cabeza. “Yo estaba… tenía una esposa. Moshi Nao era su nombre antes de casarnos. Era una mujer maravillosa. Íbamos a tener un hijo. No le sobrevivió, y mi hijo la acompañó poco tiempo después. El shugenja dijo que no era lo suficientemente fuerte, pero sé que eso es mentira.” Se cubrió la cara con una mano. “Simplemente deseaba estar con su madre. Quizás sabía lo que ocurriría si se quedaba conmigo. De alguna forma hubiese muerto en mi lugar. Entonces no lo sabía, como ahora lo sé, o me hubiese quitado con gusto la vida para evitar su muerte.”

“Tu papel en este mundo aún no ha acabado.”

“¡No me hables así! ¡No me hables del destino!” Kwanchai giró alocadamente su espada. “Un monje loco en la corte me dijo una vez que el universo no había acabado conmigo. ¡Que no podía morir hasta entonces! ¡No quiero nada de eso!”

El fantasma no dijo nada durante un momento. “¿A quién proteges?”

Kwanchai cató al suelo. “No puedo permitir que vuelva a ocurrir,” susurró. “Mi esposa, mi segunda esposa, está esperando una hija. No puedo quedarme. Morirá, y la niña con ella. No lo puedo permitir.”

“Lo que estás haciendo, lo que planeas hacer, dará como resultado una eternidad de tormentos para ti,” dijo el gaki. “Lo sabes.”

“No me importa,” siseó Kwanchai. Sus ojos habían adoptado un aspecto rojo, maníaco. “Ellos sufrirán tanto o más que yo. Eso es todo lo que me importa. ¡Sabrán que incluso los muertos no están más allá del alcance del Escorpión!”

“Entonces tu hija nunca conocerá a su padre.”

“Mejor escuchar que yo morí vengando mi honor que verme vivir en desgracia,” insistió Kwanchai.

“Eres un hombre valiente.”

“Si así es como quieres llamarlo,” dijo Kwanchai. Se quitó su kimono y lo dejó a un lado, dejando su torso desnudo. Un nuevo tatuaje cubría gran parte de su pecho. Eran dos kanji, uno representando “amargo,” y el otro “mentiras.” Kwanchai desenvainó sus dos espadas, y los kanji también habían sido gravados en ellas.

Kwanchai encendió las velas especiales que había traído y esperó. No esperó durante mucho tiempo. El espeso y empalagoso humo muy pronto llenó el balcón, y entre la neblina, se veía una especie de apertura en el balcón. La pared de detrás de la apertura era visible, pero al mismo tiempo había formas que también se podían ver a través de ella. Formas de cosas que antes habían sido hombres, y que ahora eran poco más que hambrientas bestias babeantes.

“La única forma en que un portal puede cerrarse para siempre,” susurró Kwanchai, repitiendo las palabras del erudito Fénix del que se había hecho amigo, “es que un ser vivo pase voluntariamente a través de el. La única forma de impedir el inevitable regreso de los gaki al reino mortal, es atarles a Gaki-do con una constante fuente de comida.” Pasó el filo de su espada por el músculo de su brazo, dejando una delgada línea roja que goteó por su brazo.

Las caras de dentro del portal se giraron al unísono, como si pudiesen oler la sangre en el aire. Kwanchai miró al gaki del balcón por última vez. “No eres como ellos. No eres retorcido y malvado.”

“Quizás,” dijo. “Quizás no.”

“Deja a mi familia en paz,” le advirtió Kwanchai. “No les toques, o ni siquiera Gaki-do impedirá que mi ira te encuentre.”

Con eso, Kwanchai dio un fiero grito kiai y se lanzó con la cabeza por delante por la apertura que había en el aire. Hubo un lejano grito y gruñidos desde el otro lado cuando una oleada sin fin de hambrientos muertos se lanzó sobre el guerrero. Quedarían atrapados para siempre, en una eternidad de sufrimiento, incapaces de abandonar a su presa. Su sufrimiento, su tormento, sólo alimentaría el de los gaki.

Y entonces terminó, y el portal se desvaneció como un hielo bajo el sol de la mañana.

El gaki que estaba en el balcón no se movió durante un tiempo, ignorando los gritos y los golpes del Shiba desde el otro lado de la puerta que daba al balcón. La espectral máscara del fantasma se desvaneció, revelando una boca que era más de un insecto que de un hombre. Pero si hubiese habido alguien presente para verlo, habrían visto como las mandíbulas y la babeante boca desaparecían, para se reemplazadas por una cara humana normal. De igual forma, el largo rastro de vapor desapareció y quedó reemplazado por piernas y pies.

“Tu hija crecerá fuerte y orgullosa,” dijo el espectro que una vez fue Bayushi Shoju. “Yo cuidaré de ella todos mis días, con todo mi empeño.”

Desapareció como una brisa, pero nunca regresó al Reino de los Muertos Hambrientos.

 

           

Kyuden Bayushi

 

Bayushi Paneki se quedó sentado varios minutos, pensando sobre lo que le acababan de contar. “¿Estás seguro que esta información es correcta?”

“Sí, señor,” dijo el Shosuro con una reverencia. “Observé yo mismo los eventos en la Llanura del Trueno, y aunque no estaba presente en el balcón con Kwanchai, estaba en un lugar desde donde pude escuchar todo lo que allí se dijo.”

“Muy bien,” dijo Paneki. Desde el momento en que Kwanchai le había rogado el derecho a poder cometer seppuku, hace muchos meses, sabía que algo así ocurriría. El gran guerrero era simplemente demasiado idealista para soportar su vergüenza. La verdad era que Paneki estaba sorprendido que hubiese tardado tanto tiempo en ejecutar su venganza. Supuso que era un testamento al sentido del deber del muerto. “Has hecho bien, Kyuichi. Te puedes ir.”

El ninja no hizo aduladores gestos de agradecimiento, solo una rápida reverencia y se marchó. Paneki apuntó que debía dar la enhorabuena a Shosuro Toson por el calibre de sus agentes, pero eso ahora mismo era sólo una preocupación secundaria. El Señor de los Secretos estaba en el fondo encantado con el resultado, porque había estado contemplando como mejor ocuparse de la posibilidad de que el Palacio Imperial estuviese en peligro de nuevas muertes como la de Kaukatsu. Si el Escorpión podía de hecho tomar y mantener el trono, un riesgo así a su gobierno era inaceptable. De igual modo, había sospechado que Kwanchai tenía algún tipo de secreto que había estado guardando, pero el ámbito de esto era para él una sorpresa mayúscula. Que el bruto patán fuese capaz de planear a tan largo plazo, de tal despiadado auto-sacrificio, le había cogido desprevenido.

Bayushi Paneki despreciaba que le cogiesen desprevenido.

Y luego estaba el asunto del misterioso gaki que había hablado con Kwanchai. Que uno de esos asquerosos espectros pudiese conseguir tal auto-control ante la agonía sin fin que experimentaban a cada momento era sorprendente, y algo desconcertante. ¿Qué tipo de alma era capaz de hacer algo así? ¿Y por qué había estado tan interesado en lo que tenía que decir Kwanchai? Paneki temía que sabía la respuesta a esa pregunta, y eso le hacía sentirse incómodo, como siempre le ocurría ante la incertidumbre.

Hubo un susurro cuando se abrió el panel y Bayushi Miyako entró en la habitación. La esposa de Paneki estaba algo más pálida de lo normal, y dirigió a su marido una pequeña sonrisa. “Buenos días, Paneki-kun.”

“Miyako-chan,” dijo él. “¿Cómo estás esta mañana?”

“Algo indispuesta,” admitió ella. Puso una mano sobre su estómago. “Sólo tiene dos meses y ya es tan fuerte como para dejar a su madre incapaz de abandonar sus habitaciones.” Puso su cabeza suavemente sobre el hombro de Paneki. “Nuestro hijo será fuerte. Un niño, creo.”

“Un niño,” dijo en voz baja Paneki. “Sí, creo que tienes razón.”