Way of the Daimyo
por Shawn Carman & Rich Wulf
Traducción de Mori Saiseki
La Ciudad de Tsuma, Hace 10
Años
La animada ciudad
finalmente se estaba calmando. El aumento anual de visitantes ya se había
empezado a disminuir tras la conclusión del Campeonato Topacio hacía unas
horas. Solo los mejores y más brillantes jóvenes samuráis de cada clan estaban
invitados a participar en el Campeonato, y una vez cada año los ojos del
Imperio se volvían hacia la tranquila y sosegada ciudad de Tsuma, que
descansaba en las provincias Grulla, cerca de la frontera León. El propio
Emperador había asistido, y sus grandes alabanzas hacia los concursantes había
galvanizado a todos. La competición había sido de las más reñidas de los
últimos años, y bastantes de los jóvenes samuráis recibieron prestigiosos
puestos como magistrados, soldados, y otras obligaciones, al acabar la
ceremonia.
Aunque la paz y la
tranquilidad estaba volviendo a la ciudad, aún quedaban pequeñas bolsas donde
la excitación y las actividades aún no habían desaparecido. Una bolsa así era
la Casa del Loto Rojo, una casa de te a la que irónicamente la venía su
reputación por su sake y su hospitalidad. Solo estaba abierta un mes antes y un
mes después del Campeonato Topacio, y su dueño era un rico mercader Doji que la
usaba solo para mantener conexiones entre miembros de alto rango de los otros
clanes, y para forjar alianzas con los samuráis que se convertirían en los
líderes del mañana. Para los concursantes, estaba claro, esto les importaba
poco. Era un momento de celebraciones, como los pocos que quedaban en la ciudad
lo estaban demostrando ampliamente.
La sirviente se acercó
recatadamente a la larga mesa. “¿Os puedo traer algo más, samas?”
Un joven con el anagrama
Cangrejo la sonrió amablemente. “Si, gracias. Por favor, tráenos tres botellas
más de sake. Mis amigos y yo tenemos mucho que celebrar esta noche.”
Discretamente dejó un puñado de monedas en la mano de la chica. “Te doy las
gracias por el exquisito servicio que hemos tenido esta noche.”
La sirviente enrojeció e
hizo una profunda reverencia, luego se giró y regresó a la cocina. La mujer
Grulla que estaba sentada junto al joven Cangrejo frunció el ceño, pero no era
una expresión severa. “No eres lo que me han enseñado a esperar de un Yasuki,
Kurama-san.”
Yasuki Kurama volvió a
sonreír. “¿Nos has conocido mucho a los Yasuki que viven entre los Grulla,
Orihime?”
“No,” admitió al joven
samurai-ko Kakita. “Pocas veces he viajado a las provincias del sur, y ha
habido muy pocos Yasuki que hayan sido admitidos a la corte de mi señor.”
“Toda esta experiencia ha
sido muy iluminadora para mi también,” añadió Kitsu Samatsu, sus bellos rasgos
tan serenos como siempre. “No había conocido a representantes de otros clanes
antes de llegar a este lugar. Ahora descubro que las afirmaciones absolutas que
había escuchado toda mi vida son pocas veces tan simples como imaginaba.” Se
volvió hacia la otra mujer que estaba sentada ante la mesa. ¿Y tú, Hiriko-san?”
La Escorpión podía haber
sonreído pero imposible de decir tras la simple máscara de tela que cubría la
parte inferior de su cara. “Creo que hay pocas cosas que hay que dar por
supuestas,” dijo crípticamente. “He sido muy afortunada al recibir un destino
para servir al gobernador de Ryoko Owari, y planeo sopesar cada situación con
la mente muy abierta.”
“Enhorabuena,” ofreció el
último participante en el torneo que estaba en la mesa, con una inclinación de
su cabeza. “Encuentro difícil imaginarme a alguien más adecuado para esa
responsabilidad.”
“Gracias, Taiji-san,” le contestó
Hiriko al joven guerrero Fénix. “¿Entiendo que a ti te han ofrecido también un
destino entre tu familia?”
“Si,” dijo con orgullo
Taiji. “Me uniré a la guardia en Shiro Shiba cuando vuelva a casa. No me
considero digno de tal honor, pero haré lo que pueda.”
“Cualquiera que me haya
derrotado en un duelo es más que digno,” dijo Orihime con una gran sonrisa.
“Personalmente, yo estaré mucho más contenta entrenando con la Novena Legión
que guardando una casa. Parece muy... tranquilo.”
“Querrás decir aburrido,”
añadió Kurama riendo. “¡Y yo creía que yo era el diplomático!”
Sorprendentemente, la joven
samurai-ko se enrojeció. “No pretendía insultarte.”
“No ha habido insulto,”
insistió Taiji. “El tuyo es un espíritu grande, Orihime. Tú has nacido para las
batallas. Yo tengo un alma más tranquila.” Sonrió a Samatsu. “Quizás era un
shugenja en una vida anterior.”
La shugenja le devolvió la
sonrisa. “Quizás.” Detuvo a la sirvienta para que no sirviese más sake en su
copa, y se sirvió otra taza de te. “Deseo empezar cuanto antes mi servicio en
el templo de la provincia de mi señor. Lo visité a menudo cuando era niña.”
Kurama asintió. “Recuerdo
mis visitas al castillo de mi señor junto a mi padre. Soñaba servir allí algún
día. Ahora parece que tendré mi oportunidad.”
“Todos la tendremos,” dijo
Orihime. Levantó su copa. “Bebo en vuestro honor, amigos. Me ha gustado
conoceros, y recordaré siempre este día. Gracias por compartirlo conmigo.”
Cada uno de los camaradas
levantó sus copas y se saludaron.
Doji Nagumo estaba sentado
en la parte de atrás de la habitación, mirando a los diferentes clientes con
una expresión divertida. Después de unos momentos, se volvió hacia su camarada
con una aviesa sonrisa. “Cada año hay un nuevo grupo. Algunas cosas nunca
cambian, ¿eh?”
“Quizás,” admitió Kakita
Dairu. “Es difícil decirlo. Algunos años parece como si pudieses ver la mano
del destino moverse por entre los participantes. El grupo del año pasado, dudo
que muchos de ellos lleguen a algo. Pero estos...” se calló. “Supongo que el tiempo
lo dirá.”
“Tu, amigo mío, estás
ridículamente serio,” dijo Nagumo con falso enfado. “Por las Fortunas, bebe más
sake hasta que podamos tener una discusión razonable.”
•
El Gobernador Provincial
Soshi Hiriko se detuvo un momento para concentrarse antes
de abandonar su habitación dentro de la residencia del gobernador. Era el
tiempo en que las estaciones cambiaban, cuando las febriles preocupaciones del
verano aún no habían disminuido, y las primeras preocupaciones del inminente
invierno se estaban dando a conocer. Podía ser una carga muy grande. Con un
breve suspiro, salió por la puerta hacia el pasillo.
Tres hombres la estaban esperando, cada uno se inclinó
profundamente cuando ella salió. Ella puso una mueca para sus adentros al darse
cuenta de que ni siquiera podían esperar a que ella llegase a la sala de
audiencias. Claramente iba a ser un día largo y desagradable.
“Hiriko-sama,” la saludó el cortesano Yoritomo con una
untuosa sonrisa. “Estáis radiante esta mañana.”
“Muchas gracias.” Ella permitió que un leve sarcasmo y
disgusto apareciese en su voz, haciendo que el despreciable y pequeño hombre se
evadiese un poco de su penetrante mirada. “Hoy tengo muchos asuntos que
estudiar, amigos. Los preparativos para el festival están a medio completarse,
y hay rumores de que el propio Emperador se unirá a nosotros para el festival.
Confío en que entendáis que tendrá que ser breve la audiencia que os dispense.”
Empezó a dirigirse hacia la sala de audiencias por el corredor. “Venid conmigo,
si queréis.”
“Desde luego, mi señora,” dijo el
Doji con una amable sonrisa. Su infame amabilidad y encanto era tan peligrosa
como poco sincera. “Apreciamos mucho
que nos recibáis cuando tenéis tantos pesados problemas que considerar.”
“Algunos de nosotros solo molestamos
a Hiriko-sama con asuntos importantes,” dijo secamente el embajador Ide.
“Mi buen amigo está en lo cierto,
por supuesto,” estuvo de acuerdo el Yoritomo. “Mi petición es tremendamente
importante. Una caravana comercial que estamos preparando para que se ponga en
camino, ha tenido sus provisiones dañadas por carroñeros Nezumi.” La cara del
cortesano se arrugó al pensar en ello. “La cosecha ha sido muy escasa por casi
toda la región, como bien sabéis, y no podemos disponer de lo suficiente como
para reemplazarlos. Si esperamos a que lleguen por barco más suministros, nos
perderemos el último cuarto de nuestra ruta debido a las condiciones del
tiempo. Un revés financiero de esa naturaleza cercenará severamente nuestra
habilidad para pagar el porcentaje adecuado a nuestros anfitriones.”
“Mi señora,” empezó el Doji con una
mirada de irritación al Mantis, “hay un inaceptable olvido en lo que respecta a
los distritos del Clan Grulla. Tenemos numerosos almacenes de arroz que están
insuficientemente protegidos contra el fuego. Ya ha habido dos incendios en
esta temporada...”
“Ninguno de ellos en tu distrito,”
murmuró el Mantis en voz baja.
“... que han quemado numerosos
almacenes,” continuó imperturbable el Doji. “La posibilidad de perder tanto es
devastadora... Debemos pedir respetuosamente que se adjudiquen dos brigadas de
bomberos más al distrito Grulla.”
“¿Dos más?” Exclamó el Ide. “¡Mi
señora, eso es ridículo! La brigada de bomberos ya está al límite protegiendo
el barrio de mercaderes, y no tenemos más hombres. La cosecha de los campos de
oeste fue dañada por el fuego, como bien sabéis. Apenas tenemos comida
necesaria para alimentar a todos, y no podemos enviar a nuestros hombres a
proteger los excesos de otro clan. Por favor, mi señora, necesitamos vuestra
ayuda.”
El Doji y el Yoritomo empezaron a
contestar a esto, pero Hiriko les silenció con un movimiento de su mano.
“Basta,” dijo con calma. “Nos ocuparemos de cada uno por turno.” Se reclinó y
tamborileó sus dedos delante de ella, perdida entre sus pensamientos por un
momento. “Los Grulla requieren protección adicional ante este seco verano, eso
está claro. Para acomodar esto, vaciaréis uno de vuestros almacenes, quizás ese
tan grande que está cerca del Camino de Daikoku. Ese es muy céntrico, ¿verdad?”
El Doji asintió sin decir palabra
alguna, palideciendo lentamente.
“Excelente. Tres cuartos del arroz
contenido en ese almacén será dado al Unicornio para que sea distribuido entre
los campesinos del barrio de mercaderes. A cambio, ellos os proporcionarán una
brigada de bomberos y una cuadrilla de trabajo de campesinos, quienes
convertirán el almacén en una estación de bomberos. El que esté céntrico les
permitirá proteger mejor vuestro distrito.”
“Mi señora Hiriko-sama, nuestras
brigadas de bomberos son ahora mismo demasiado escasas,” dijo el Ide.
“Entonces deberías considerar
redistribuirlas como mejor creas,” contestó ella. “Te permito hacerlo. Y un
consejo: si yo estuviese en tu posición, me cuestionaría la efectividad de
cualquier grupo que permitiese que un incendio dañase tanto una cosecha como
parece que ha sido dañada la vuestra.”
El Ide bajó los ojos, avergonzado, y
no dijo nada.
“El último cuarto del contenido de
tu almacén,” continuó Hiriko, “será dado a los Yoritomo para que sea usado como
provisiones para su caravana de mercaderes.” Se detuvo un momento para
disfrutar de las expresiones de júbilo y derrota en las caras de los
pedigüeños, y luego continuó. “A cambio, los Mantis suministrarán dos carros
adicionales en su caravana, que será otorgada exclusivamente a mercaderes
Grulla para que vendan sus productos a lo largo de la ruta. Todo el beneficio
que obtengan estos dos carros será entregado a los Grulla, junto con un
registro completo de todas las transacciones y todos los productos que no hayan
sido vendidos.”
Hiroko sonrió mientras los tres
hombres se miraban entre si, perplejos, y abandonaban en silencio l sala de
audiencias. Después de todo, quizás hoy sería un buen día.
•
El Embajador
Las mañanas llegaban tremendamente tarde en las islas
Mantis. Le había llevado semanas acostumbrarse a las diferencias en el tiempo y
en los horarios. Cuando eso se combinaba con el echo de que los Mantis no se
veían dispuestos a empezar las sesiones de la corte antes del almuerzo de media
mañana, eso significaba que los cortesanos que les visitaban solían tener una
gran cantidad de tiempo libre. Algunos creían que los Mantis preferían tener un
horario totalmente distinto solo para mantener el control sobre aquellos a los
que muchos Mantis, solo a regañadientes, aceptaban como invitados. Otros
simplemente lo consideraba otra rareza que diferenciaba a los Mantis de los
demás clanes.
Para Yasuki Kurama, esas razones le importaban poco. El
resultado era que tenía más oportunidades, y él nunca dejaba pasar de lado una
oportunidad.
La mayoría de los embajadores a las islas Mantis solían
ser funcionarios de rango medio con pocas oportunidades para mejorar su
carrera. Quizás se habían visto deshonrados por una u otra razón, o quizás
simplemente eran incompetentes. Fuese cual fuese la razón, se les había
otorgado la suficiente autoridad como para llegar a acuerdos comerciales que
tuviesen que ver con largas rutas marítimas, y luego se les había desterrado a
las islas. Algunos nunca regresaban.
Pero al revés que los otros, Yasuki Kurama había pedido
este puesto. Eso había causado algo de controversia, ya que le ofrecieron
buenos puestos después de un muy favorable invierno pasado en las cortes
Escorpión. Algunos de sus compañeros Yasuki habían especulado con que debía
haber cometido una ofensa privada y que le habían otorgado un discreto método
de salvar la cara. Esa idea hacía sonreír a Kurama. Los que pensaban en esas
cosas no entendían las verdaderas oportunidades.
En las islas Mantis, los dones de
Kurama para la persuasión y las diplomacia no tenían rival. En solo un año, se
había convertido en uno de los principales consejeros de Yoritomo Kumiko en
asuntos de corte, y había negociado no menos de media docena de acuerdos
comerciales que incrementaron dramáticamente la riqueza y las posesiones de su
familia en ciudades portuarias a lo largo de toda la costa de Rokugan. Su
limitada correspondencia con su familia en las tierras Cangrejo había sido
abrumadoramente positiva, como sabía que así sería. Cuando finalmente decidiese
regresar de su auto-impuesto exilio, su influencia sería aún mayor que cuando
se había marchado, sin mencionar que sus rivales en los otros clanes le habrían
desechado, pensando que era un fracasado. Disfrutaría volver a encontrarse con
ellos, aunque es posible que ellos no disfrutasen tanto de ese encuentro como
él.
Pero eso era un asunto a considerar
cuando acabase con el trabajo diario. Hoy, Kurama había despejado su horario
matutino para tener una larga reunión con Isawa Heichi, el representante Fénix
en las islas de mayor rango. El extraño horario de la corte Mantis dejaba
libres las mañanas para tener reuniones como esta. Cada día era una
oportunidad.
Era conocido que Heichi no estaba
contento con su puesto en las islas. Tenía una reputación de hablar de las
muchas obligaciones para las que obviamente estaba mejor adecuado para realizar
en el verdadero Imperio, aunque era ocasionalmente necesario que hubiese
consumido algo de sake para que hablase de ello. En cualquier caso, estaba claro
que Heichi quería salir de las islas, y eso le convertía en una presa fácil
para alguien como Kurama. Todo lo que había que hacer era convencer a Heichi
que era en beneficio suyo llegar a un acuerdo con los Yasuki como representante
Fénix, y él haría lo imposible para demostrar lo bueno que era. Pero esa tarea
no era demasiado fácil, ya que aunque no estaba contento, Isawa Heichi no era
un estúpido.
“Me pregunto,” dijo con cautela el
embajador Fénix, “que vas a ganar tu con esta propuesta.”
“Heichi-san,” dijo amablemente
Kurama, mostrando su sonrisa más ancha y sincera, “tienes razón. Hay un gran
beneficio para los Yasuki en este acuerdo, eso no lo niego. Pero es una
cuestión de principios más que de economía, ¿no estás de acuerdo?”
El Fénix estudió a su anfitrión con
gran detenimiento.
Kurama cambió de postura para que su
hombro izquierdo estuviese más frente a Heichi, mostrando el anagrama Grulla de
su kimono. “Los Fénix y los Grulla ya son aliados, una alianza que ha
beneficiado grandemente a ambos clanes. Mi familia sirve tanto a los Grulla
como a los Cangrejo. Para mi es obvio que el bienestar del Fénix debería ser
asunto mío, aunque yo sirva al contingente Yasuki Cangrejo.”
“Supongo,” admitió Heichi a
regañadientes.
“Por supuesto,” estuvo de acuerdo
Kurama. “Tu clan aún está en el proceso de reconstruir la Ciudad del Recuerdo,
¿no es verdad? Y Kumiko-sama me ha revelado que los Mantis están proporcionando
los recursos para reconstruir la ciudad a un valor formidable, por el rol que
tuvieron sus miembros corruptos en la destrucción de la ciudad.”
“Eso es correcto,” dijo Heichi, con
más confianza ahora. “Ha sido una concesión muy razonable.”
“Estoy de acuerdo,” dijo Kurama, su
expresión ahora más sombría. Nunca era adecuado parecer estar de buen humor
cuando se estaba discutiendo los eventos que rodearon a la Lluvia de Sangre.
“¿Pero no crees que la flota Mantis estaría mejor buscando a los exiliados que
cometieron esa atrocidad, en vez de repararla?”
Los ojos de Heichi se entrecerraron
al pensar en la repudiada Kitao. “Si,” asintió con firmeza.
“Entonces, ¿puedo?” dijo Kurama
pidiendo permiso para continuar. Al asentir su invitado, continuó. “Los Yasuki
están dispuestos a proporcionaros los mismos materiales a igual coste,
permitiendo a los Mantis buscar venganza en vuestro nombre. A cambio de esto,
solo pedimos permiso para desarrollar nuestros propios recursos dentro de la
ciudad.” Extendió las manos, las palmas hacia arriba. “Como he dicho, los
Yasuki ya son vuestros aliados, a través de los Grulla. ¿Por qué no completar
el círculo, y permitir que los Cangrejo también se conviertan en vuestros
aliados?”
Heichi se reclinó un poco, las manos
sobre las rodillas, su cara una máscara de concentración. “Tu oferta tiene gran
mérito. Debo considerarla.”
“Lo comprendo,” dijo Kurama,
volviendo su anterior amabilidad. “Es un asunto de gran importancia, y entiendo
que creas que debes consultar con tus superiores antes de llegar a un acuerdo.
Esperaré ansioso tu decisión.”
Heichi frunció mucho el ceño ante esas
palabras, y Kurama sonrió para si. La noción de que el solo era incapaz de
llegar a un acuerdo así le molestaría mucho, y haría que tuviese más ansia por
hacerlo. Muy posiblemente, Kurama tendría una respuesta antes de que se acabase
el día, y habría concluido otro acuerdo que beneficiaría a los Yasuki.
Cada día era una oportunidad.
•
El Cacique
Kakita Orihime miró hacia las legiones de soldados
maniobrando en los campos de entrenamiento. Shiro Daidoji estaba allí en la
distancia, ya que este era el tradicional hogar de las legiones Daidoji. Pero
hoy era una variada fuerza Grulla la que entrenaba aquí. Era la Décima Legión
Grulla. La legión de Orihime. Eran buenos hombres, y la habían dado mucho honor
en el campo de batalla. Si lo querían las Fortunas, muy pronto lo volverían a
hacer.
“Rikugunshokan-sama.”
Orihime se volvió y asintió al correo, que estaba
manteniendo una reverencia dolorosamente baja. Tenía fuertemente agarrado un
estuche de pergaminos en su mano derecha, su mano izquierda descansando
levemente sobre la empuñadura de su katana. “Si,” contestó ella. ¿Qué noticias
hay?”
El correo levantó el estuche de pergaminos ante él. “Este
mensaje ha llegado de Kyuden Kakita, mi señora. Lleva el sello del Señor
Kurohito.”
Orihime cogió ansiosa el estuche de pergaminos,
asintiendo distraídamente mientras el correo se retiraba para permitirla leerlo
en privado. Rompió el sello Doji y lo abrió, desenrollándolo cuidadosamente
para evitar que se corriese la tinta. Leyó el contenido del pergamino con igual
excitación como el inevitable y helado temor que siente cada soldado cuando
sabe que la batalla amenaza por el horizonte.
Exploradores Daidoji informaban de la existencia de un
gran poblado cerca de la frontera oeste de las provincias del sur Grulla, que
había sido totalmente subvertida por las actividades de los Portavoces de la
Sangre. Los Daidoji habían estado vigilando el poblado durante algún tiempo
basándose en la sospecha de que unos pocos refugiados de la Lluvia de Sangre
estaban allí escondidos. Ahora parecía que se habían confirmado sus sospechas,
pero se esperaba que la resistencia que presentasen sería mayor de la que
podría vencer un simple escuadrón de saboteadores. No, esta era una situación
que necesitaba una acción rápida y decisiva. El tipo de acciones que Orihime y
sus hombres tenían la reputación de cumplir con extraordinario éxito. Ella
indicó al correo para que se le acercase.
“Si, Rikugunshokan,” dijo él instantáneamente.
“Lleva un mensaje al primer, segundo, y tercer taisa de
la legión. Diles que terminen las maniobras y que preparen a sus hombres para
la batalla. Partimos al amanecer.”
“Ahora mismo, general,” contestó el correo. Se giró para
marcharse.
“Espera,” dijo ella. “Diles que yo les acompañaré.
Vigilaré personalmente esta misión.”
El correo se detuvo un momento, claramente sorprendido.
“Esta misión es contra otros Grulla, por muy corruptos
que estén. Me enfrentaré a ellos personalmente.” Se volvió para mirar hacia los
campos de entrenamiento. “Cuando hayas entregado el mensaje a mis taisa, haz
llamar a mis ayudantes. Que me preparen mi armadura y mi caballo.” Ella asintió
y el correo desapareció por la puerta.
La mano de ella fue hasta la empuñadura de su espada. “Un
Grulla se merece a un Grulla.”
A pesar de la relativamente corta distancia, a las
selectas tropas de Orihime les llevó varios días llegar al poblado. Les fue
necesario ser muy discretos en el viaje, ya que la desafortunada realidad era
que no había forma de saber hasta donde se extendía la influencia de los
Portavoces de la Sangre- Ese culto era mucho más traicionero que cualquier otro
enemigo al que se había enfrentado Orihime. Cuando sus fuerzas estuvieron a
apenas una milla del poblado, ella llamó a sus capitanes para hablar sobre el
ataque.
“La primera compañía rodeará el poblado para impedir que
nadie escape hacia el oeste o hacia el norte. La segunda compañía permanecerá
aquí y bloqueará cualquier intento de escapada hacia el este y el sur. Nada
escapa con vida de este poblado. Yo lideraré el asalto con la tercera
compañía.” Miró a cada uno de sus capitanes. “¿Alguna pregunta?”
Uno asintió. Doji Tsirai era su nombre, capitán de la
segunda compañía. Era mayor que Orihime, y más experimentado. Pero nunca
cuestionaba sus órdenes en una crisis, y por ello ella valoraba aún más sus
consejos. “¿No deseáis que capturemos a alguien para interrogarle,
Orihime-sama?”
“No,” dijo ella con firmeza. “Yo tomaré la decisión de
capturar a alguien dentro del poblado, según se desarrollen los
acontecimientos. Si alguno se nos ha escapado y llega hasta vosotros, o son
unos cobardes, y por lo tanto no nos sirven, o han conseguido escapar luchando
y han conseguido llegar al perímetro. En ese caso, serán demasiado peligrosos
como para mantenerles cautivos, y deben ser destruidos.”
Tsirai inclinó su cabeza. “Como digáis, mi señora. Solo
pensaba en coger a alguien cautivo para que lo interrogasen los Daidoji.”
“Una legitima preocupación,” dijo Orihime. “Y eso es
exactamente lo que haremos con cualquier cautivo que consigamos apresar. Pero
nuestra primera preocupación aquí es limpiar nuestro clan de una enfermedad
antes de que se extienda. Si hay más, estos locos pueden saber de ellos. Si no,
los Daidoji ya los encontrarán a su debido tiempo.” Ella miró a cada uno de sus
capitanes. “¿Alguna pregunta más?”
“No, Rikugunshokan,” respondieron al unísono. Ella
asintió y desplegó un mapa del área. “Este poblado es más grande que la
mayoría. Cuando empecemos el ataque, dirigiremos tres escuadrones a esas
colinas del norte del poblado. Quiero dos escuadrones de infantería ligera
moviéndose por entre los matorrales del sur y atacando el flanco oeste al mismo
tiempo que nosotros atacamos el este. Ese asalto en forma de tridente debe
asegurar que cualquier campesino que intente huir se dirigirá hacia los bosques
del sur, donde les estará esperando la segunda compañía. El denso follaje
debería impedir un uso de magia a larga distancia por parte de los
maho-tsukai.”
Los preparativos continuaron durante una hora más, ya que
Orihime cubrió todos sus posibles detalles, incluso hasta el más insignificante
detalle topográfico.
•
El Maestro Sensei
“No.” Esa palabra era dura e implacable en el frío de la
mañana. “Si no podéis sentir la espada, nunca seréis verdaderos guerreros.”
Los alumnos que allí había no dijeron anda, ni siquiera
alteraron levemente sus posiciones. No eran hombre jóvenes, esperando
ansiosamente su gempukku, ignorantes de cómo funcionaba el mundo. Eran maduros
veteranos, experimentados guerreros que habían estado en innumerables batallas
y que no vacilarían ante una muerte segura. Eran samurai.
“Es una cosa muy sencilla decir que la katana es tu
alma,” dijo Shiba Taiji. Anduvo entre ellos mientras estudiaban sus posturas de
lucha. “Lo que debéis entender, lo que todo samurai debe entender, es que estas
no son meras palabras. No es una perogrullada, creada por poetas y repetida por
su elegancia. Es la verdad.” Se detuvo junto a un bushi que había estado
observando. “¿Tu lo crees?”
“Si, sensei,” respondió inmediatamente el hombre.
“¿Entonces por qué sostienes así tu espada?” Preguntó
Taiji. Señaló la postura algo ladeada de la katana del hombre justo donde
cruzaba su cuerpo.
“Es el estilo que me enseñó mi primer sensei,” contestó.
“Me educaron en el Dojo del Viento Cayente, en la provincia Nejiro.”
“Conozco el estilo del Viento Cayente,” asintió Taiji.
“Es un estilo común enseñado en muchos de los dojos de nuestra familia,
diseñado para proteger a los alumnos en sus primeros enfrentamientos.”
“¿Sensei?”
“Al revés que los otros clanes, la vida de cada guerrero
Fénix es muy valiosa. Cada uno de vosotros tiene un propósito en esta vida, y
no puede ser realizada si morís prematuramente.” Desenvainó su propia espada y
la sostuvo ante él, su postura casi imperceptiblemente distinta. “Tu espada es
solo una extensión de tu brazo. Es tu brazo. Si la sostienes para que te
proteja, morirás. Si la sostienes como un arma, fracasarás.”
El guerrero frunció el ceño. “No lo entiendo.”
“Lo sé,” dijo pacientemente Taiji. “Pero acabarás comprendiendo.”
Ya hacía tiempo que había pasado la hora de la cena
cuando finalmente Taiji cedió y despidió por ese día a sus alumnos. Era un
trabajo cansado, pero que le satisfacía. La dificultad no eran las habilidades
de sus alumnos, ya que estos hombres estaban entre los mejores y más brillantes
de los ejércitos Shiba. No, el problema era que se habían acostumbrado a su
estilo de lucha, e incluso el más atento y deseoso alumno tenía dificultades
para cambiar unos hábitos que había mantenido durante años. Era el trabajo más
provocador que podía emprender un profesor. Era por eso por lo que él había
pedido este puesto.
Taiji se retiró de la sala principal del dojo, y fue
hacia un pequeño altar que estaba fuera del edificio principal. No estaba
dedicada a ninguna Fortuna o ancestro en particular, era solo un altar donde
poder rezar. No era muy usada, especialmente a esta hora del día, por lo que
era la razón principal por la que Taiji lo prefería. No tenía unas oraciones en
especial que rezar. Esa las ofrecía durante sus rituales de la mañana y de la
noche. Simplemente venía aquí por la serenidad.
Taiji se arrodilló y puso su espada ante él sobre el
altar, luego se reclinó y cerró los ojos. Vació su mente de todo pensamiento,
pero fue interrumpido, tras solo unos minutos de contemplación, por el sonido
de alguien que se acercaba. El visitante se detuvo fuera del altar cuando vio
la espalda del sensei, y se giró para marcharse.
“No,” dijo. “No tienes porque marcharte. Este altar está
abierto a todos.”
Hubo un momento de duda, y luego otra figura entró en el
altar y se sentó a un metro de Taiji, mirando hacia el altar. Reconoció que el
joven era uno de sus nuevos alumnos, la clase que había estado instruyendo todo
ese día. Este soldado en particular estaba cerca del fondo de la formación, y
según Taiji no parecía ser ni especialmente brillante, ni torpe.
Tras unos momentos, estaba claro que el soldado no se
podía concentrar, distraído por la presencia de Taiji. El sensei sonrió para
sí. “¿Has encontrado que la instrucción ha sido como te la esperabas?”
Finalmente le preguntó al joven.
“No, sensei,” contestó el soldado. “He estado pensando en
abandonar el dojo.”
Taiji arqueó un poco sus cejas. “¿De verdad? ¿No le
pediste un entrenamiento adicional a tu oficial al mano?”
“Lo hice, sensei. Él fue el que pidió que fuese asignado
aquí. Esa es la única razón por la que me he quedado. No quisiera deshonrarle.”
“¿Entonces por qué te quieres marchar?” Preguntó Taiji.
“No comprendo vuestra filosofía,” confesó el soldado.
“Los ajustes que nos instruís hacer en nuestras técnicas básicas... las
encuentro muy confusas.”
Taiji frunció el ceño. Este no era el tipo de cosas que
escuchaba muy a menudo de alumnos experimentados. “Háblame de tu experiencia en
las batallas, alumno.”
El soldado se puso tenso al ser llamado alumno, sabiendo
que era un tratamiento normal entre sensei y alumno. “Participé en la Batalla
del Altar del Ki-Rin hace algunos años, aunque era muy joven entonces.”
“No,” Taiji agitó su cabeza. “Quiero conocer tus
experiencias personales. ¿Qué técnicas usaste en la batalla? ¿Qué hiciste
cuando sentiste que era el momento adecuado?”
Ahora le tocó el turno al soldado de fruncir el ceño. “No
pienso en mis técnicas en medio de una batalla, sensei. Simplemente hago lo que
creo que hay que hacer. Sigo mis instintos.” Miró hacia el suelo. “Más de una
vez me han acusado de ser imprudente en el campo de batalla, aunque mi oficial
al mano habla muy bien de mi habilidad. No estoy seguro de que me merezca sus
elogios.”
Taiji se levantó y cogió su espada, mientras pensaba en
las palabras de su alumno. “Encuéntrate conmigo en el lugar de reunión una hora
antes de las maniobras.” Miró al joven durante un momento. “Las técnicas son
solo instrumentos. Dan al guerrero el entramado necesario para que desarrolle
su propio estilo. Muy pocos lo hacen. Tus instintos te guían. Tienes la
habilidad natural para crecer más allá de lo que te han enseñado. Yo te
ayudaré, si así lo deseas.”
El soldado se echó hacia atrás, sorprendido. “Por
supuesto, sensei.”
“Muy bien. Duerme bien esta noche. Mañana será un día
difícil.”
•
Guardían del Templo
La atmósfera en el templo siempre estaba más en calma a
última hora de la tarde. Los peregrinos y visitantes ya se habían marchado, y
los shugenja y los monjes que cuidaban de los varios altares ya habían
completado sus tareas pero aún no se habían retirado a descansar. Era un
momento de silenciosa contemplación y de sabias discusiones. Los ancestros
siempre estaban junto a sus descendientes, de eso Kitsu Samatsu estaba segura,
pero sentía que las barreras entre el mundo de los mortales y el Reino de los
Benditos Ancestros era más delgadas a esta hora del día.
Samatsu caminó con rapidez por los interminables pasillos
del Templo del Viento del Oeste. Era un templo grande, aunque no especialmente
conocido. Su presencia cerca de la frontera León-Unicornio había hecho que se
le prestase mucha más atención en este último año, y Samatsu no estaba del todo
segura de que eso fuese una buena cosa. Por una parte, ella estaba
tremendamente orgullosa de su clan y de sus logros en batalla, y no tenía
ninguna duda de que los León saldrían victoriosos y justificarían su dominio de
la Ciudad de la Rana Rica. Pero por otro lado, tenía grandes dudas de que los muchos
soldados que pasaban por el templo fuesen verdaderamente piadosos en su
devoción, y temía que los venerados ancestros se sentirían furiosos por la
falsa piedad que tan a menudo mostraban los soldados en tiempos de guerra.
Pero no se podía negar que, a veces, los soldados que
llegaban al templo siendo hombres de guerra se iban siendo hombres de paz. No
era para ninguna mujer mortal, ni siquiera para una que tuviese tanto poder
como ella, cuestionar la voluntad de los ancestros. La voluntad de los ancestros
era guiar y dirigir a sus descendientes. El propósito de ella era solo enseñar
a otros a aceptar esa guía.
Samatsu salió del templo por su puerta del este al
jardín. No era especialmente grande, considerando el tamaño del templo, pero la
verdad es que el León nunca se había preocupado de este tipo de adornos. Estaba
deseando tener un breve instante de contemplación personal en el sereno jardín,
pero se detuvo de repente en el umbral al darse cuenta de lo que estaba pasando
ante ella.
Cuatro alumnos estaban presentes en el jardín. Samatsu
reconoció que cada uno estaba en sus clases más avanzadas. Tres de ellos
estaban entre sus alumnos más dotados, y no era inusual encontrarles meditando
y comulgando con los kami en extraños lugares por todo el templo. Pero el
cuarto era un joven llamado Jimaru. Jimaru no tenía muchos dotes para la magia,
y la verdad es que Samatsu a menudo se había preguntado como había conseguido
el joven ser enviado al templo. Pero era sorprendentemente inteligente, y
conseguía compensar sus limitadas habilidades con los kami con verdadera
ingeniosidad y astucia. Era difícil no admirarle por su gran tenacidad. Samatsu
creía que quizás había un gran potencial que dormitaba muy dentro del alma del
joven, y estaba trabajando para encontrar una forma de despertarlo. Era su
obligación como guardiana del templo, y como sensei del joven.
La guardiana sonrió. Solo había cogido una única clase de
alumnos, ocho en total. Incluso eso era algo poco ortodoxo, y había algunos que
susurraban que era negligente en sus obligaciones al no dedicar toda su
atención al templo, pero Samatsu creía que lo cierto era lo contrario. El
templo era un símbolo de las creencias de su familia, igual que los jóvenes
shugenjas eran las reencarnaciones de los grandes héroes del pasado. El enseñar
era una tarea sagrada, igual de importante que los rituales que vigilaba
diariamente.
Jimaru estaba enseñando a los otros alumnos un pergamino,
y señalando el jardín. Los otros parecían escépticos, pero uno asentía
conforme. No deseando acercarse más, para que no la viesen, Samatsu susurró una
corta oración a los kami del aire, trayendo desde el otro lado del jardín muy
claramente sus voces hasta ella, como si estuviese entre ellos.
“Tengo dudas,” observó con cautela un alumno. Era uno de
los alumnos de más talento, pero su inflexible forma de pensar le había mermado
bastante. “Así no es como pretenden que se usen los rituales.”
“De acuerdo,” asintió Jimaru. “Pero he investigado, y no
hay nada que sugiera que no funcionará de esta manera. Los principios son los
mismos, solo es una diferencia en la aplicación.”
“Comprendo la idea,” dijo otro, “ y debo admitir que es
interesante. Comprendo el beneficio que será para ti, así como el riesgo, ¿pero
que nos ofrece a nosotros esto?” Samatsu frunció el ceño ante la preocupación
personal inherente en la pregunta, pero sentía curiosidad por cual sería la
respuesta.
“Conocimiento,” contestó Jimaru, haciendo que Samatsu
sonriese un poco. “Si esto tiene éxito, abrirá unas posibilidades infinitas.”
El último alumno asintió otra vez. “Vuélvelo a explicar,
para asegurarnos.”
Jimaru enrolló su pergamino y se frotó ansiosamente las
manos. “Es un ritual de congregación, igual que el que condujo la guardiana en
clase con nosotros. Cada uno de vosotros se dirigirá a los kami, pero dirigirá sus
energías a través mío. Vosotros afinaréis vuestras habilidades al concentraros
a pasar a través mío, y vuestras es energías quizás me ayuden a mejorar mis...”
se detuvo un momento y frunció el ceño, “... mi limitadas habilidades.”
Los otros alumnos consideraron la oferta durante unos
momentos, haciendo preguntas sobre detalles menores solo para familiarizarse
con el proceso. Finalmente, todos estuvieron de acuerdo. Los tres se colocaron
en triángulo, con Jimaru en el centro. Todos se sentaron en el jardín y
empezaron a meditar, reuniendo sus energías para el ritual.
Samatsu sonrió. Siempre era gratificante ver a sus
alumnos intentar expandir sus mentes más allá de lo que ella les había
enseñado. Al final, las pruebas más difíciles, las pruebas que verdaderamente
demostraban el temple de un alumno, eran los que ellos mismos se ponían en su
camino.