Relatos de “The Way of the Open Hand”

 

por Shawn Carman y Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Estilos de Artes Marciales

 

Shiba Gyukudo se sentó en la sombra ante su bol de arroz, lejos de donde los otros bushi estaban almorzando. El pálido y joven bushi miró con cuidado a los otros, estudiando sus acciones antes de empezar a comer. Por todo el campamento del Shogun, hombres y mujeres iban rápidamente de una tarea a otra, asegurándose de que el lugar estaría preparado al caer la noche. Kaneka exigía a sus soldados que dominasen el arte de preparar y levantar rápidamente un campamento. Los soldados se habían vuelto bastante adeptos a hacerlo. En cualquier caso, era una tarea furiosa y poco elegante esto de repetidamente preparar y levantar los campamentos. Shiba Gyukudo se preguntó si alguna vez se acostumbraría a servir en el ejército del Shogun, pero mientras que a la shugenja a la que protegía la ordenasen seguir a Kaneka, estaba obligado a seguirla.

Pocas veces podía alejarse de Isawa Jun, como ahora, aunque siempre sabía donde ella estaba. Como todos los alumnos de la Academia de Yojimbos Shiba, Gyukudo sentía de una forma sobrenatural a su protegido, y se aseguraba de nunca alejarse demasiado incluso en los momentos de descanso. Su mayor rango que los otros bushi del campamento le permitía el pequeño lujo de poder andar hasta el borde del campamento y darle la espalda al alboroto que allí había, y Gyukudo se aprovechó de eso.

El yojimbo miró hacia la ondulada llanura de hierba e intentó compartir su callada armonía. Las puntas de la larga hierba se movía lentamente bajo una leve brisa, y Gyukudo cerró los ojos mientras permitía que la sensación de flotar se apoderase de él. El stress y las preocupaciones de los últimos días desaparecieron, permitiendo al yojimbo tener un momento de –

“Creo que te han dado más arroz del que me han dado a mi,” en un instante, una voz, seca e irritante sacó a Gyukudo de su meditación. El Shiba ignoró el comentario, intentando, como un acto reflejo, volver a caer en trance.

“Da igual,” continuó el hombre, acercándose. “Creo que me amodorraría si tuviese el estómago lleno.”

Suspirando para si, Gyukudo lentamente abrió los ojos y giró la cabeza para mirar al intruso. La ira del yojimbo creció al ver al despeinado ronin que tenía ante él. El ronin llevaba una mal cuidada armadura  y unos trapos deshilachados que una vez pudieron pasar por un kimono. La cara sin afeitar del ronin aún miraba el bol que tenía entre sus manos, como si el mirarlo ansiosamente conseguiría que apareciese más arroz.

“Me estás molestando,” dijo secamente Ryukudo. “Por favor, deja que medite.”

“¿Meditando? ¿Eres un monje?” Preguntó el ronin con mal educada curiosidad.

“No soy un monje, ronin, pero a pesar de eso estoy meditando,” fue la respuesta del Fénix, esta vez con algo más de irritación.

“¡No soy un ronin, Fénix, estoy comiendo!” Cacareó el otro hombre como respuesta, mofándose de las palabras de Gyukudo.

Gyukudo respiró hondo, luego se puso en pie y se volvió totalmente hacia el ronin. El bushi Fénix era casi treinta centímetros más alto que el molesto hombre y le miró con asco. “¿Qué estás haciendo en el campamento del Shogun, ronin?”

Igual de rápido que se había levantado Gyukudo, el otro hombre se había sentado y puesto su bol de arroz en su regazo. “Me invitaron, si es que tienes que saberlo,” dijo, moviendo un dedo, señalando al Fénix como si le estuviese regañando. “Aunque me parece de mala educación que un samurai sienta tanta curiosidad por los asuntos de otro.”

“Me cuesta trabajo creer que a tan insolente ronin le hayan otorgado el honor de compartir la gloria del ejército de Kaneka, el Shogun.”

“¿Gloria?” Contestó con rapidez el ronin, mirando de un lado a otro. Sus ojos estaban muy abiertos con repentino y ansioso temor. “No sabía que aquí hubiese gloria. Vine por la comida. ¿Dónde esta la fila para la gloria?”

Gyukudo abrió mucho la boca, asombrado mientras miraba al pequeño hombre. “Deja de jugar, ronin, y márchate antes de que haga que te castiguen por molestarme.”

La cara del ronin mostró una mortífera calma mientras miraba a Gyukudo. “No soy un molesto samurai. Y te aviso que será mejor que no intentes que me castiguen. No me gustaría hacer daño a tus lacayos por obedecer tus erradas órdenes.”

“¡Basta!” Gyukudo casi rugió, y más de uno de los otros bushi que había en el campamento empezaron a fijarse en la escena. El samurai Fénix fue a desenvainar su katana mientras daba un paso hacia el hombre que estaba sentado.

Con alarmante velocidad, el pequeño hombre tiró su bol de arroz a los pies del Fénix, haciendo que el yojimbo tropezase. Desde donde estaba sentado, el ronin saltó sobre el pecho de Gyukudo, cogiendo la mano derecha del samurai con la suya y forzando a que ambos cayesen al suelo por el impulso. Gyukudo golpeó el suelo con su mentón y pecho, mientras que el ronin aterrizaba sobre la espalda del yojimbo, sujetando el brazo de Gyukudo contra su espalda.

“Pide perdón,” refunfuñó el ronin.

Shiba Gyukudono era un hombre dado a ataques de ira, pero estaba rápidamente llegando a su límite. Con un fuerte gruñido, cambió el peso y se dio la vuelta. El ronin se alejó con un ágil salto, y Gyukudo rápidamente se puso en pie. Los dos combatientes empezaron cautamente a moverse en círculo durante un momento, y un pequeño grupo empezó a mirar lo que estaba pasando. Dos samuráis Shiba empezaron a ir hacia el ronin, pero Gyukudo levantó una mano y ladró, “¡Deteneros! Esta es mi pelea.”

Viendo una oportunidad, el ronin volvió a saltar hacia delante, pero el Shiba estaba preparado. Gyukudo se puso de lado, poniendo ambos brazos a la espalda y lanzó una patada a su oponente que estaba en el aire. El ronin giró imposiblemente en el aire, evitando el ataque y una vez más aterrizando de pie. Sin perder un momento, Gyukudo desenvainó su espada y dio un hábil corte en el aire ante el ronin. El golpe se detuvo a una infinitésima distancia de la cara del ronin, y ambos se quedaron totalmente quietos mientras se miraban fíjamente.

“La Senda del Fénix es la senda de la paz, ronin. Preferiría no quitarte la cabeza.” Dijo Gyukudo por entre dientes muy apretados. “Dame una razón para perdonarte la vida, ronin.”

“Aquí tienes una,” contestó el ronin, sonriendo inocentemente como si la muerte no estuviese a milímetros de su cara, “No soy un ronin; soy un monje. Además,” continuó el hombre, y repentinamente los brazos de Gyukudo pesaban menos que el aire, “porque no tienes una espada.”

Confundido, Gyukudo miró a sus brazos, que estaban ambos sujetos por las manos del andrajoso monje en una complicada postura. Fue en ese momento cuando el Fénix se dio cuenta de que no podía sentir sus brazos, y que el puño de su espada descansaba entre los antebrazos de su oponente.

“¡Koan!” Ladró una voz que les resultaba familiar, y ambos hombres se pusieron firmes al instante. La multitud reunida rápidamente se puso también firme al reconocer la firme orden de su Shogun. La espada de Gyukudo cayó sobre la hierba y el yojimbo la miró durante medio segundo antes de darse cuenta de que cualquier movimiento en este momento sería una afrenta a Kaneka.

Koan,” repitió el Shogun, andando lentamente hacia los dos hombres. El Shogun miró de arriba abajo al ronin y finalmente dijo, “Entonces estás aquí. Bien. Gyukudo-san,” dijo, volviéndose hacia el Fénix. “Coge tu espada y saludo a tu nuevo sensei.”

Koan sonrió.

 

 

La Hermandad de Shinsei

 

Faltaba casi una hora antes que los primeros rayos de luz brillasen desde el horizonte cuando Banasu se despertó. Sus ojos se abrieron lentamente y respiró hondo el fresco aire de la mañana. Como era su costumbre, había descansado esa noche en una habitación con la ventana abierta al norte, para que la fría brisa de las montañas entrasen en su habitación. Otros invitados que habían descansado en el monasterio durante los años, se habían quejado de que el viento era demasiado helado. Banasu siempre lo había encontrado refrescante, pero claro, a los viejos se les permitía sus excentricidades. Se vistió con rapidez, solo una áspera hakama y unas simples sandalias.

Las colinas que rodeaban el monasterio de la Luz del Amanecer eran maravillosas con su simple y elegante belleza. Banasu había tomado de buena gana los votos de un asceta hace muchos años, pero disfrutar de las vistas de los alrededores en la primera luz de la mañana era de los pocos placeres que se permitía desde hace varias décadas. De hecho, era la razón por la que había pedido ser mandado a este monasterio hace tanto tiempo. Lo recordaba de una vida anterior, y deseaba volver a verlo antes de abandonar el mundo de los mortales. Banasu no se había imaginado que viviría tanto tiempo.

El viejo monje se sentó sobre la colina para ver el inminente amanecer. Puso un pequeño bol de arroz y una botella de agua cerca suyo, ya que solía meditar en ese lugar hasta mediodía. Las oportunidades perdidas eran el mayor desperdicio, decía el Tao. Banasu no era de los que se perdía la oportunidad de buscar la armonía en el universo a través de la simple belleza del amanecer.

Pero justo antes de que saliese el sol, se interrumpió la contemplación del viejo monje. Había actividad en el poblado que había en las colinas bajo el monasterio mucho antes de lo habitual, y por los sonidos que le hacía llegar la brisa de la mañana, algo estaba terriblemente mal.

  

 

            Kinto Mura era un pequeño poblado, totalmente normal en todos los aspectos. Era lo suficientemente grande como para cultivar un trozo respetable de tierra para el Clan Dragón, a quién servían los campesinos, pero tenían pocos recursos más. La única cosa que separaba a este poblado de otros miles que había iguales era el nivel de educación que poseía un campesino normal. Los monjes del monasterio de Luz del Amanecer eran bastante practicantes de la filosofía de educación de la Hermandad, y tradicionalmente los habitantes de Kinto Mura estaban extraordinariamente educados para ser unos campesinos. Muchos de ellos eran artistas de algún tipo, y sus simples joyas eran valorados por los mercaderes para ser vendidos por todo el Imperio.

            Desgraciadamente, era este hecho lo que había llevado a los bandidos a atacar el poblado.

            Chikiri lideró el ataque. La caravana de mercaderes que él y sus hombres habían atacado hacía unos días había poseído un gran número de joyas que reconoció procedían de Kinto Mura. Ya que el poblado estaba a menos de un día de allí, montando a caballo, ¿por qué no suplementar su beneficio cogiendo el dinero que habían gastado los mercaderes? Era un buen plan.

            Desafortunadamente, el plan parecía tener alguna imperfección. Chikiri y sus hombres habían buscado por todo el poblado bajo la media luz de antes del amanecer. Los campesinos huían ante ellos, aunque muchos morían defendiendo sus hogares. A Chikiri no le gustaron sus muertes; no le gustaba atacar a familias en sus hogares. Pero era inevitable. La posible ganancia era demasiado grande. Al final, solo eran campesinos... incluso aquellos cuyas caras conocía.

            Al empezar a elevarse el sol, Chikiri se volvió cada vez más enfadado. Él y dos de sus hombres entraron destrozando las apalancadas puertas de una pequeña casa de te. Dentro había una tenue luz, y no había señal alguna de los campesinos que habían huido allí dentro solo unos instantes antes. “Encontrarles,” insistió Chikiri. “Intentad no matarles, o no nos podrán decir donde está el dinero.”

            “El dinero no está aquí, amigo mío.” Un viejo salió de la cocina. “Ni tampoco están aquellos a los que buscas. Ya les he ayudado a ponerse a salvo.”

            “¿Qué quieres decir con que no hay dinero?” Preguntó Chikiri. “¡Vimos la caravana!”

            “La caravana de la que hablas pasó por esta aldea hace más de un mes,” explicó el viejo. “Iba de vuelta a tierras Unicornio cuando les atacasteis.”

            “¡El dinero debe seguir aquí!” El bandido a la derecha de Chikiri se estaba enfadando. “¡No hay nada en lo que usarlo en esta mierda de aldea!”

            “Los campesinos dieron la mayor parte del dinero a sus señores como ofrenda por su lealtad. Son una gente pía y honorable.” Los ojos del viejo se entrecerraron. “Podríais aprender mucho de ellos. Aún no es tarde para hacerlo.”

            El enfadado bandido dio un rugido de ira y señaló al viejo. “Quitarle de en medio,” ordenó Chikiri.

            El viejo parecía triste. “No me gusta la violencia.”

            “Bien,” dijo uno de los bandidos, su tono amenazador. Se pasó su espada de una mano a la otra y corrió hacia delante, dando un brutal golpe de izquierda a derecha. El viejo se movió tranquilamente hacia un lado, todo su cuerpo moviéndose menos de treinta centímetros. La espada golpeó una mesa, cortándola en dos pedazos. El viejo levantó su mano y casi juguetonamente le dio un golpecito al bandido en la sien. Este cayó inconsciente y no se movió.

            El bandido que estaba a la derecha de Chikiri lanzó su wakizashi hacia el viejo, su punta dirigida al corazón. El viejo cogió la hoja tranquilamente entre las palmas de sus manos y la lanzó de vuelta. El mango del wakizashi golpeó al bandido en plena cara. Este también cayó inconsciente.

            Chikiri saltó hacia delante, atacando. Siempre había sido el más rápido con la espada de toda la banda, pero el viejo se movió más rápido, y sus ojos no pudieron seguirle. En segundos él también estaba en el suelo, desarmado, y tenía la pierna retorcida bajo su cuerpo, y le dolía. “Dijiste que no te gustaba la violencia,” siseó entre el dolor.

            “Y no me gusta,” dijo el viejo, su pie presionando el pecho de Chikiri. “Pero desgraciadamente la conozco bien.” El monje frunció el ceño, pensativo. “¿Cómo te llamas?”

            Chikiri,” dijo el bandido con una mueca de dolor. “¿Por qué te importa conocer mi nombre?”

            “Una vez conocí a un Chikiri,” dijo Banasu. “Un joven arrogante con un fiero espíritu... abandonó este poblado cuando sus padres murieron por culpa de la plaga hace muchos años. Siempre me he preguntado que fue de él.”

            “¿Por qué has hecho esto?” Preguntó Chikiri. “¿Por qué le importa a un hombre tan poderoso una gente tan despreciable, Banasu?”

            “No te había dicho mi nombre,” dijo el viejo con una paciente sonrisa. “Una vez fui como tú, Chikiri, una persona violenta y malvada. Un monje me ayudó, y yo aprendí de él.”

            “Por qué?” Repitió Chikiri.

            “Porque intenté matarle,” explicó simplemente Banasu. “Me hirió y luego me dio la opción que yo te ofrezco ahora.” Levantó la mano. “Puedes venir conmigo, y yo te enseñaré mientras te curas. Cuando vuelvas a estar bien, podrás elegir si te vas o si te quedas conmigo. No te forzaré a tomar esa decisión.”

            “¿Y si no voy contigo?” Preguntó el bandido.

            “Entonces te dejaré aquí para que hagas lo que quieras,” dijo Banasu. “Por supuesto, con la pierna rota, será difícil que escapes antes de que lleguen los magistrados. Creo que ellos no serán tan misericordiosos.”

            “Esa no es una opción,” escupió Chikiri.

            “Eso pensé yo aquél día,” confesó Banasu. “Estaba equivocado.”

            Chikiri se quedó en silencio durante un rato. La idea era tentadora, la oportunidad de no tener que estar mirando siempre por encima del hombro, esperando el momento en que, inevitablemente, uno de sus hombres se volviese contra él. Una oportunidad para volver a empezar. Era difícil de creer. “¿Por qué yo?” Preguntó Chikiri.

            “Porque, al contrario que estos, aún te queda algo de compasión en el corazón,” dijo Banasu. “Aunque es posible que no te des cuenta.”

            “¿Qué uso le dará tu orden a un hombre como yo?”

            “Eso lo decidirás tú,” dijo Banasu.

            El bandido lo consideró durante un rato. “Te acompañaré.”

            “Estupendo,” sonrió el monje. “Has dado el primer paso en el camino hacia la sabiduría, amigo mío.”

 

 

Monjes de las Siete Fortunas

 

            “Llegas tarde, alimaña,” siseó una voz en la noche.

            Bajo la pálida luz de la Joven Dama Luna, los tres aldeanos dieron un respingo al escuchar las palabras que surgieron del bosque. Los campesinos estaban al borde del oscuro bosque, cada uno llevando pequeños sacos llenos de joyas, monedas, y varios objetos más. El más alto de los tres dio un paso al frente y tartamudeó, “Lo... siento. Algunos de los demás... no lo entendían.”

            “¿Si?” Preguntó la inhumana voz. Un par de relucientes ojos aparecieron entre las sombras del bosque. “Dime, joven. ¿Les... convenciste?”

            “Si,” contestó Bokatu, el hijo del jefe de la aldea. Ante su respuesta, los otros dos aldeanos le miraron y luego miraron al suelo, la culpa claramente reflejada en sus rostros. “El... tributo debe ser pagado,” dijo, recordando las palabras que su padre había grabado en su mente. El tributo debe ser pagado. Los samuráis exigen arroz, y los espíritus del bosque exigen oro. Desafiar estos principios resultaba en un encuentro con la muerte... o con algo peor. El último aldeano que intentó avisar a un samurai sobre lo que vivía en el bosque, sirvió como un claro ejemplo de que destino era peor que la muerte. Los aldeanos aún no sabían que le había pasado al samurai.

            “Si, si,” dijo el espíritu, sus ojos subiendo y bajando, aceptando y apoyándole desde la oscuridad, “el tributo debe ser pagado. Eres sabio, Bokatu. Sabio como lo es tu padre al proteger la aldea.” Bajo la luz de la luna, los dientes del espíritu relucían mientras sonreía ampliamente. “Dime, hijo del jefe. ¿Cómo convenciste a los aldeanos?”

            Bokatu se movió, intranquilo. “Yo... no sé lo que–”

            “No seas estúpido, chico,” gruñó el espíritu. “Dime. ¿Les golpeaste por su insolencia?”

            “S–... si,” contestó el joven, su rostro reflejando el dolor de los otros dos aldeanos.

            “¿Lo hiciste como yo te había dicho, hmm?”

            “Si, sama,” la expresión de culpabilidad de Bokatu se suavizó un poco, como si intentase aplacar al espíritu del bosque con su obediencia. “Usé los palos y un fuego. Rápidamente empezaron a comprender.” Con esa última parte, lentamente la sonrisa del joven empezó a ser igual que la del demonio.

            “¿Y qué le contarás al samurai que es tu señor, Bokatu?” Otra voz surgió desde detrás de los campesinos, una voz que no les resultaba familiar. Bokatu y sus compañeros se volvieron con rapidez y vieron a un solitario hombre bajo la luz de la luna. Llevaba una simple túnica y un amplio jingasa cubría su cara. Las manos del monje las tenía muy abiertas, en un gesto de interrogación, y una sostenía un largo bastón de madera. “¿Le dirás que castigaste a los subordinados de tu padre por rehusar inclinarse ante la voluntad de este demonio?”

            “Aléjate,” dijo la voz del espíritu desde la oscuridad. “Déjame, monje, o te devoraré con la misma facilidad con la que he doblegado a estos desgraciados.”

            “Tu no me mandas, corruptor,” contestó el monje, su tono suave volviéndose más duro. “Vete, demonio, y no molestes más a estos campesinos. Los honestos hombres y mujeres ya tienen que llevar su carga en el equilibrio de la Senda, y tú no serás una carga aún mayor.”

            “¡Las palabras no me asusta, hombrecillo!” Rugió el demonio, surgiendo de entre las sombras de los árboles. Los aldeanos gritaron y cayeron hacia atrás mientras intentaban huir de la bestia que les atacaba desde el bosque. Su piel oscura reflejaba la luz de la luna como si estuviese recubierto de aceite negro. Tentáculos con espinas volaron por el aire, arrastrando a la bestia por el suelo. “¡Esta aldea es mía!” Escupió por entre filas de interminables dientes de punta afilada mientras se movía con felina agilidad hacia el monje.

            “Aquí nada te pertenece, demonio,” contestó el monje, dando un paso hacia atrás y poniendo la punta de su bastón en el suelo. “Eres una abominación. Eres un desequilibrio que debe ser corregido, y el universo se moverá para conseguirlo.” No se inmutó al acercarse el demonio, hasta que en el último segundo levantó la punta de su bastón y golpeó con un sonoro crujido el mentón de la bestia. Los ojos del monje se cerraron al conectar el golpe, y un ensordecedor trueno resonó por la tranquila noche.

            El oni cayó hacia atrás, alejándose del monje y aterrizó en el suelo en un montón de tentáculos que se movían inútilmente, con un siseante gruñido. “Mi... aldea,” volvió a decir, intentando ponerse en pie para golpear al monje.

            “Espíritu descarriado,” dijo el monje mientras levantaba su bastón para acabar con la amenaza de una vez para siempre. “Estos hombres y mujeres han trabajado estos campos desde hace generaciones. Tu no puedes poseer lo que ellos han construido, de la misma forma que yo no puedo coger un trozo de aire y decir que es mío. Piensa en ello en el Pozo.”

            Con eso, el monje mandó de vuelta a Jigoku al demonio con un último golpe de su bastón.

 

 

Monjes del Mikokami

 

            Las Montañas del Crepúsculo eran un paisaje sombrío e implacable. El tiempo era inexorable, y era extraño que el sol brillase con fuerza. Incontables leyendas rodeaban las montañas, detallando las criaturas y espíritus que habitaban esos escarpados picos. Campesinos de todo el Imperio vivían temerosos de los que terrores que contenían las Montañas del Crepúsculo, y por una buena razón: a menudo los mitos era verdad.

            Era raro encontrar a viajeros solitarios en estas montañas. Pero hoy, un valiente se enfrentaba a los elementos para escalar las altas cumbres. Estaba vestido con una gruesa capa de viaje que una vez pudo ser azul pero que hacía mucho se había vuelto gris. Escalaba lento pero seguro por entre las rocas, sus pasos cautelosos. Rocas se desprendían por la pendiente bajo sus manos y pies, pero no se detenía.

            Finalmente, la cumbre se convirtió en una meseta. El viajero suspiró una vez, un sonido de determinación, y se puso en pie. Se limpió descuidadamente el polvo de sus ropas y admiró el espectáculo que tenía ante él. La meseta albergaba a un solo y definidor objeto: un gran y simple edificio, esculpido en la roca de la montaña. Se parecía mucho a muchas fortalezas menores desperdigadas por las tierras Cangrejo, algo que llevó una triste sonrisa a la cara del viajero. Mientras se quedó esperando, una figura surgió del edificio de piedra y fue decidido hacia él.

            El recién llegado era alto y de anchos hombros. Su figura era musculosa por largas horas de ejercicios, sus ropas bastas y ásperas. Tenía la cabeza rapada al cero. “Saludos, amigo,” dijo con una leve reverencia. “Soy Boku, hermano de la Orden de Acero. Te doy la bienvenida al monasterio de la Hoja Cierta.”

            “La Orden de Acero,” sonrió el viajero. “Hay una legión de guerreros por todo el Imperio que se hacen llamar por ese nombre. Me pregunto si saben que tu orden usa también ese título.”

            “Es algo que no tiene importancia,” dijo Boku sin malicia. “Puede pedirle a la Fortuna de Acero si quieren que nosotros lo cambiemos. Dudo que les conteste.”

            “Entonces es verdad,” dijo el viajero. “Tu monasterio está consagrado a adorar a Tsi Xing Guo, la Fortuna de Acero.”

            “Somos sus partidarios; eso es cierto. Solo hay tres monasterios mantenidos por nuestra orden, aunque se ha hablado de fundar un cuarto. ¿Por qué nos buscas?”

            El viajero se desabrochó su capa y mostró las simples ropas que tenía debajo y un solitario wakizashi en su cinturón. “Hasta hace tres días, yo era conocido como Kaiu Furojin. Fui un herrero y un ingeniero para mi señor durante casi veinte años, pero ha llegado el momento habitual de retirarme. Es tiempo de que busque una nueva senda.”

            “¿Y has elegido nuestra orden? ¿Por qué razón?”

            Furojin se quitó la espada de su obi y se la ofreció al monje. “El único amor que he tenido en esta vida ha sido trabajar el acero. Agradezco mucho haberlo podido hacerlo para mi señor, pero mi alma no era pura. No vivía para servirle. Vivía por la experiencia de trabajar el acero.” Se detuvo un momento y miró la espada. “Por eso he decidido retirarme, aunque muchos otros eligen otra cosa. Necesito buscar la pureza en mi interior.”

            Boku asintió. “Eres sabio. Has abrazado los regalos que Tsi Xing Guo nos ha dado. Eres bienvenido en este lugar. Ven, hermano. Deja que te enseñe nuestro monasterio.” Los dos hombres entraron por las grandes puertas de piedra y llegaron al patio.

            El monasterio de la Hoja Cierta estaba distribuido de una forma moderna y simple, común a la mayoría de los templos y monasterios que Furojin había visitado. Pero el patio interior era muy diferente. En vez de tener un jardín de arena, albergaba la mayor forja que había visto fuera de Kaiu Shiro. “Magnífico,” respiró Furojin.

            “Si que lo es,” asintió Boku. “Es un testamento a la sabiduría y al poder de nuestra Fortuna.”

            Boku-san,” dijo dubitativo el viejo Cangrejo, “debo ser honesto contigo. No sé nada de la Fortuna de Acero. Solo le conozco por sus obras y sus creaciones. Deseo unirme a tu orden, pero nunca he sido un hombre muy pío.”

            El monje sonrió. Este no es un monasterio dedicado a las Siete Fortunas, ni a estudiar a Shinsei. Hasta hace muy poco tiempo, nuestro patrón era un hombre mortal. No busca tus oraciones ni tu meditación. Tu reverencia hacia él es evidente por el amor que compartes por su oficio. Somos monjes, pero solo en el sentido de que hemos abandonado nuestros bienes terrenales y nuestros asuntos en el mundo a cambio de venerar lo que él representa.” Sonrió. “Estás equivocado, amigo mío. Eres en verdad un hombre muy pío.”

            Furojin miró hacia abajo y pasó su mano por la empuñadura y la tsuba de su exquisitamente trabajada wakizashi. “Toda mi vida he soñado con una cosa así.”

            “Bienvenido a casa, hermano.” Boku se quitó la camisa y cogió un gran martillo. “Ven. Es la hora de nuestros rezos matutinos.” Señaló hacia la forja y volvió a sonreír, esta vez con entusiasmo.

            Furojin dejó su espada y cogió otro martillo.

 

 

 

Monjes en los Grandes Clanes

 

Los Asako Henshin

 

            Asako Toshi puso su mano en el fuego de la vela, la palma hacia abajo, y cerró los ojos. El sentir la llama le era familiar, incluso le calmaba. Ningún humo surgió del sitio donde el fuego tocaba la piel del daimyo Asako. No sentía dolor.

            Junto a él, el alumno de Toshi le miraba con cuidado. Toroko estudiaba a su sensei como él la había enseñado – no mirando con sus ojos, sino percibiendo como los kami de os elementos bailaban alrededor y a través suyo. Ella pudo ver los espíritus del fuego enrollándose alrededor de la mano de Toshi pero sin quemar su piel, como normalmente harían. En vez de eso, los kami rodaban alrededor de su mano y la presionaban con afecto, casi con curiosidad.

            “¿Ves?” Preguntó el señor de los Asako en voz baja, abriendo sus ojos y mirando hacia Toroko. “No ordenamos a los kami, ni buscamos manipularlos,” continuó Toshi, mirando al fuego como si fuese un niño querido. “Son nuestros amigos,” dijo en voz baja, sonriendo. “Y si somos afortunados, ellos serán algún día de nuestra familia.”

            Toroko asintió en silencio, no deseando romper la serenidad de la escena que tenía ante ella.

 

 

La Familia Asahina

 

            Flores de cerezos cayeron al suelo, suavemente movidos por la fría brisa de primavera. Numerosos shugenja y monjes Asahina estaban sentados en el suelo por toda la arboleda, perdidos en silenciosa mediación mientras las delicadas flores rociaban todo en una silenciosa lluvia de color. Daidoji Itoru intentó moverse en silencio por entre los árboles, pero se sentía tan torpe como un buey entra tanta tranquilidad. Frunció el ceño ante ese pensamiento y aceleró el paso.

            Una mujer estaba sentada cerca del centro de la arboleda, su simple kimono azul recubierto de delicados pétalos. Itoru esperó en silencio durante unos instantes antes de tener el valor de hablar . “Perdonadme, Barako-sama,” dijo en silencio.

            La sensei abrió los ojos y sonrió un poco. “Si, Daidoji-san. ¿Qué te trae hasta aquí?”

            “Perdonad mi intrusión, mi señora, pero os traigo un mensaje de mi señor Kikaze. Me insistió que lo entregase a la mayor celeridad posible.”

            La sonrisa de Barako se desvaneció mientras que sus ojos se llenaron de tristeza. “¿Por qué has traído este insulto ante mi?”

            Itoru se echó hacia atrás, horrorizado. “Mi señor Kikaze-sama es un hombre honorable...” empezó defensivamente.

            “No me refiero al mensaje de tu señor,” le corrigió suavemente Barako. Señaló hacia el obi de Itoru, donde descansaba su daisho. “Me refiero al acero que llevas. ¿Por qué los has traído a este lugar sagrado?”

            Itoru frunció el ceño. “Es mi obligación para con mi señor llevar siempre encima las espadas que él me ha dado.”

            “Y es mi obligación para con mi señor,” dijo Barako, “recordar que la lucha erosiona nuestro espíritu.” Sonrió con tristeza. “Abandona este lugar. Te recibiré cuando vuelva al monasterio, siempre que encuentras un lugar adecuado para guardar tus armas.”

 

 

Las Tres Órdenes

 

            El bosque estaba hoy en silencio. En un pequeño claro, Togashi Tasuji se movía con facilidad de una postura a la siguiente, cada movimiento una muestra de grácil práctica y silenciosa fuerza. El monje tatuado estaba sobre una pierna en la posición de la grulla que se eleva, y luego, fluidamente, cayó hacia delante rodando y irguió, agachado, los brazos extendidos hacia abajo. Inclinó la cabeza, sus ojos cerrados, concentrándose en sus pensamientos. El dragón rojo que tenía pintado por los hombros brilló y se retorció bajo la luz. Tatsuji echó la cabeza hacia atrás y soltó la energía concentrada con un fuerte grito. Una creciente nube de fuego rojo surgió de su boca, adaptando la forma de un dragón volador antes de desvanecerse en el viento.

            Tatsuji sonrió un poco, notando el grito de sorpresa que salió de la línea de los árboles.

            “¿Y bien?” Dijo expectante. “¿Era eso lo que querías ver, verdad? ¿Era lo que esperabas?”

            No hubo contestación.

            Tatsuji sonrió con ironía. “No intentes pretender que no estás ahí,” dijo. “Sé que me has estado siguiendo desde que salimos de la aldea.” El joven monje miró por encima de su hombro, sus ojos brillando de un color dorado pálido.

            Una niña campesina salió de detrás de un árbol. Era joven, quizás solo unos pocos años más joven que Tatsuji. Vestía con unas simples vestiduras, pero bien cuidadas. Tenía el pelo recogido hacia atrás, para que no estuviese en medio cuando trabajaba en los campos de su señor. Miró a Tatsuji con franco asombro durante un momento, y luego rápidamente inclinó la cabeza.

            “¿Qué truco quieres que haga ahora?” Preguntó Tatsuji, cruzándose de brazos ante su ancho pecho. “¿Cruzo el Imperio y te traigo una flor del jardín del Emperador? ¿Arranco un árbol de la tierra, raíces incluidas? ¿Invoco el espíritu de tu abuelo para que le puedas preguntar algo? Puedo hacer todas esas cosas... o al menos eso cuentan las historias. Nunca he intentado lo del abuelo.”

            La chica levantó la cara y mostró una tímida sonrisa. “Siento haberos ofendido, sama,” contestó. “Nunca antes había visto a un verdadero monje tatuado, y solo me pregunté...” se quedó callada.

            “¿Te preguntaste si nuestra magia era tan poderosa como cuentan las historias?” Preguntó Tatsuji. Se sentó sobre un tocón, cruzándose de piernas, mirando con curiosidad a la joven chica. “¿O quizás ibas a preguntarme si podías tatuarte? Eso lo podemos hacer. Damos tatuajes mágicos a todos los que encontramos, como un granjero dando de comer a sus pollos. O eso me han contado, por que yo tampoco lo he intentado.”

            “No,” dijo ella riendo. “Solo me preguntaba porque estáis aquí.”

            “Ah,” contestó Tatsuji. “¿Dónde debería estar?”

            “No lo sé,” contestó ella. “Este lugar está muy lejos de vuestra tierra, ¿verdad?”

            Tatsuji se encogió de hombros. “Mi hogar no me necesita,” dijo. “Este lugar me necesita más.”

            “¿Por qué decís eso?” Preguntó ella.

            “Este lugar tiene preguntas sin responder,” contestó Tatsuji, levantándose del tocón y de un solo y hábil salto aterrizando sobre una rama de un árbol cercano. “Este lugar tiene misterios sin resolver.”

            La chica le miró con una sonrisa divertida. “Esto es solo un aburrido poblado de granjeros,” dijo ella. “Aquí no hay nada extraño.”

            “Aquí hay muchas preguntas,” contestó él, sentándose en la rama y extendiendo las piernas por ella. “Las tuyas, por ejemplo.”

            “De acuerdo,” dijo ella, “pero este lugar no tiene misterios.”

            “¿No los tiene?” Preguntó él, sorprendido. “Entonces supongo que encontrarlos será el primer misterio.”

            La chica se rió.

            “Esa es la senda de mi orden,” dijo Tatsuji con una serena sonrisa. “Ayudamos a otros en la senda a su destino, y al hacerlo encontramos nuestra senda. Si he venido aquí, entonces este lugar debe ser parte de mi destino. Si tú has venido a mi, entonces tú también eres parte de mi destino. Si te abandono, o no te guío, no me guiaré a mi mismo. ¿Lo entiendes?”

            “No,” dijo ella riendo.

            “Bien,” contestó Tatsuji con una sonrisa boba. “Entonces quizás puedas ayudarme a entender las cosas como tú lo haces.”

 

 

Los Cazadores de Brujas

 

            Yozo se metió en un callejón, apretándose el pecho para recuperar el aliento. Sus ojos aún muy abiertos de terror, se asomó por la esquina. A una hora tan tardía, las calles estaban en silencio, vacías. No se veía ningún alma. Creyendo que había despistado a su perseguidor, el viejo y gordo posadero se recostó contra la pared y descansó un momento. Un repentino movimiento en las sombras le llamó la atención. Una cadavérica cara blanca con exageradas cejas rojas y una inmensa boca apareció al borde de las sombras, rodeada por una despeinada melena negra.

            “¡Oni!” Gritó aterrorizado Yozo. Se puso en pie y corrió alejándose de las sombras. Una mano le agarró fuertemente de la muñeca, doblándole el brazo en la espalda. Un ancho brazo rodeó su cuello, apretando lo suficiente como para que no gritase, pero no tanto como para ahogarle.

            “No soy un demonio, Yozo-san,” susurró una voz cerca de su oído. Sintió el cálido aliento de su atacante en la parte de atrás de su cuello. “No vuelvas a gritar, o me veré forzado a aplastarte la garganta.”

            Yozo asintió rápidamente. El brazo que rodeaba su cuello dejó de sujetarle con tanta fuerza. “Solo soy un pobre posadero,” balbuceó rápidamente. “No tengo dinero que daros, nada de valor excepto mi posada, y está en mal estado.”

            “¿Muy pobre, Yozo?” Contestó la voz. “¿Tan pobre que no haces preguntas a tus huéspedes? ¿Tan pobre que miras hacia otro lado cuando hacen los rituales en tu sótano?”

            “No sabía que eran Portavoces de la Sangre,” dijo Yozo en tono estridente.

            “Nunca dije que lo fuesen, Yozo,” contestó la voz. “¿Por eso huiste de mi? ¿Pensaste que era un demonio que ellos habían invocado para silenciarte?”

            Yozo asintió.

            “Y tenías razón,” contestó la voz. “Su blasfemia es lo que me ha traído aquí. Al ayudarles eres cómplice de sus crímenes. Soy un tsukai-sagasu, Yozo-san, ¿sabes lo que eso significa?”

            “Por las Fortunas, un Cazador de Brujas,” contestó el posadero, visiblemente temblando de terror.

            “Abandonaste la misericordia de las Fortunas, blasfemo,” contestó hoscamente la voz. “No vuelvas a mencionarlos en mi presencia.”

            “Si, sama,” contestó rápidamente Yozo.

            “Ahora dime cuantos Portavoces de la Sangre se esconden en ese foso al que llamas posada,” dijo el Cazador de Brujas, “y es posible que las Fortunas aún te muestren clemencia por tus crímenes...”